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Columna
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Brasil-Washington

Brasil ha sido el protagonista del World Economic Forum. Carlos Solchaga ve en la victoria de Lula una muestra de su autonomía respecto de los mercados que deberá permitirle resolver sus problemas

En el reciente foro empresarial organizado por el World Economic Forum en Río de Janeiro la semana pasada se percibía una gran expectación que flotaba en el ambiente de los allí reunidos. El origen de la misma, como el lector habrá adivinado, no era otro que las nuevas perspectivas que se abren para Brasil con la llegada de Lula da Silva al poder después de su brillante victoria en las elecciones presidenciales del pasado mes de octubre. Todo el mundo, hasta los menos imaginativos -y de estos no faltan en este tipo de foros-, sentía que en el experimento de la presidencia de Lula no sólo Brasil, sino también la entera región latinoamericana, se está jugando algo muy importante para su futuro.

Lo que se está jugando lo ha expuesto con gran elegancia el profesor de Harvard Dani Rodrik en su papel sobre las globalizaciones factibles. En él, y pensando en gran medida en la experiencia latinoamericana de los últimos 15 años, sostiene este economista que es imposible conseguir al mismo tiempo los tres objetivos a los que aspiran la mayoría de los países y en particular muchos de los emergentes, es decir, una integración económica que eleve los niveles de vida, una política conducida por procedimientos democráticos y una capacidad de autodeterminación suficiente por parte del Estado-Nación. Como máximo, en su opinión, se pueden obtener dos de estos tres objetivos renunciando al otro. De lo que se desprende que la dirección que ha llevado hasta hoy el proceso de globalización -mercados globales sin reglas ni autoridades o instituciones políticas globales- es una dirección equivocada.

Algo semejante a esto debía rondar por la cabeza del presidente del Banco Mundial, James Wolfensohn, cuando en el mismo foro afirmó que el conocido Consenso de Washington que había inspirado, a veces de manera manipulada, la configuración del proceso de globalización en los años noventa, estaba muerto. No es casual que estas declaraciones las hiciera precisamente en Brasil y a las pocas semanas de la victoria de Lula. Porque, en efecto, la victoria no puede sino interpretarse como una reacción exitosa de la democracia brasileña y de la capacidad de autogobierno de un país independiente ante el intrusismo intolerable de los mercados globales en su proceso electoral. Brasil, al demostrar su autonomía y el buen funcionamiento de sus instituciones democráticas castigando las pretensiones de los mercados, está fijando por su cuenta su propia agenda política, que deberá permitirle resolver sus problemas con prudencia económica y actitudes alejadas del populismo, pero en la forma y con el grado de autonomía razonable que ellos decidan.

Entre los asistentes se extendió la sensación de que los acontecimientos de Brasil, las críticas recientes a la insuficiencia de los criterios del consenso de Washington o la brillante defensa que hizo Felipe González, el ex presidente del Gobierno español, de que la política redistributiva y la eliminación progresiva de las desigualdades es un requisito indispensable para garantizar la sostenibilidad del desarrollo económico estaban configurando una nueva situación en el enfoque del proceso de globalización, en la que habría que revisar muchos de los criterios cuya bondad se había estimado indiscutible hasta hace muy poco. En el ambiente flotaba la impresión de que era urgente la elaboración de un nuevo paradigma y que el experimento que ahora inicia Brasil con sus posibles éxitos y sus seguros errores será una referencia obligada para llevarlo a cabo.

En el plazo más inmediato que los primeros, los éxitos, superen a los segundos, los errores, es crucial no sólo para Brasil, sino para toda América Latina, y seguramente para el desarrollo de esta segunda fase que ahora se anuncia del proceso de globalización.

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