Los olvidados de las reformas corporativas
En los últimos meses se están tomando numerosas iniciativas para reformar ámbitos del funcionamiento de las empresas (borrador del nuevo Código de Sociedades, Ley Financiera, Ley de Opas, comisión Aldama, informe Winter, etcétera). Todas estas propuestas tienen una ambición limitada. Es cierto que mejorar la veracidad y facilitar la transparencia de la información financiera ofrecida por las empresas es positivo, como lo es corregir y mejorar los sistemas de selección, control y supervisión de los equipos directivos. Pero son reformas específicas y limitadas que olvidan importantes colectivos de interesados en el funcionamiento de las empresas.
Dos premisas esenciales impulsan estos cambios. La primera se refiere a considerar que se mejora la competitividad de la empresa cuando se gestiona con eficacia el conflicto de intereses entre accionistas y directivos. Según este enfoque el núcleo básico de la competitividad empresarial se encuentra en la relación propietarios/gestores. Un buen gobierno de esa relación, el diseño de herramientas que ayuden a resolver la disparidad de intereses y una mejora de los incentivos impulsará la eficiencia empresarial. La segunda premisa supone considerar que el objetivo central de la empresa se asocia con los intereses y perspectivas exclusivas de sus accionistas, los propietarios del capital financiero.
Este enfoque está demasiado centrado en un grupo de referencia y olvida colectivos que aportan recursos variados para generar riqueza. Esta visión es parcial y resulta incompleta para entender la complejidad del proceso de creación de valor en una organización moderna. La empresa es un espacio de acuerdos, contratos e intercambios permanentes entre distintos grupos de referencia. Los empleados, los clientes, los proveedores, los inversores, los directivos y accionistas interaccionan continuamente aportando recursos, información y capacidades esenciales para la organización.
En este escenario, las empresas que tienen más éxito son las que han sido capaces de establecer unas relaciones singulares entre todos los protagonistas de la acción colectiva. Estas relaciones únicas promueven la competencia y la colaboración entre los propietarios de los recursos esenciales, de modo que todos ellos aportan esfuerzos y compromisos superiores a los de sus competidores.
Hoy, en particular, se reconoce, más que nunca, que el conocimiento de los empleados, sus habilidades, su formación y su compromiso son una fuente esencial de ventaja competitiva para las empresas que miran con optimismo el siglo XXI. Los trabajadores ponen una parte importante de su capital humano a riesgo cuando se integran en la empresa. Una parte de su formación y habilidades es específica y contingente al puesto de trabajo y su valor se reduce de forma notable cuando éste se pierde por el cese de la actividad productiva.
Este colectivo está pagando un alto precio y se encuentra, muchas veces, sorprendido y desprotegido frente a las reestructuraciones, externalizaciones, subcontrataciones y deslocalizaciones de producción que originan reducciones notables del empleo. Cientos de empleados sufren pérdidas de identidad personal y laboral cuando sus expectativas, trayectorias profesionales e inversión en formación son truncadas de forma dramática.
Pero, a diferencia de los inversores, los empleados, tradicionalmente, no reciben información sobre la marcha de la empresa, sus objetivos, planes y resultados. Nada deciden y nunca intervienen en las principales orientaciones estratégicas, pero son el grupo que percibe, antes que ningún otro, los efectos de estas decisiones. Asumen riesgos cada vez más importantes pero no tienen ninguna capacidad para decidir sobre la intensidad de los mismos. Sólo se les ofrece información y corresponsabilidad cuando la actividad está muy deteriorada y se necesitan sacrificios enormes. Sólo se pide su implicación cuando las situaciones son muy difíciles o irreversibles.
Esta visión unidireccional de la empresa como organización que debe atender exclusivamente a los intereses de los accionistas, ha sido aceptada con demasiada complacencia desde hace mucho tiempo. Este enfoque excesivamente simplista ha generado, en muchas ocasiones, sobrevaloraciones de activos, adquisiciones que dan apariencia de crecimiento, diversificaciones sin control, crecimiento sin crear valor y, en definitiva, dinámicas de enriquecimiento rápido de colectivos muy minoritarios de la empresa.
En definitiva, esta visión de la empresa tan reduccionista ha generado actuaciones muy poco orientadas a la creación de riqueza y al desarrollo de oportunidades crecientes para el bienestar de la sociedad y ha desconsiderado las valiosas contribuciones que otros colectivos están realizando.
Por ello, cualquier reforma corporativa que no sea sensible al compromiso de ofrecer a los empleados más información sobre los objetivos, resultados y estrategia empresarial y que fracase en obtener una participación sustancial de éstos en la acción colectiva habrá incumplido su cometido. Habrá fallado en la compleja tarea de integrar y responsabilizar a los distintos grupos de interés en el desafío de la mejora de la competitividad empresarial.