El Gobierno portugués, contra Lisboa
El clima social portugués está que arde a raíz del proyecto de reforma del Código del Trabajo presentado por el Gobierno de centro- derecha. Nada menos que 650 artículos, con los que prácticamente se desmantela el ordenamiento sociolaboral portugués, configurado paulatinamente en democracia desde la revolución del 25 de abril de 1974.
Abarca la contrarreforma al sistema de pensiones (que fue objeto de un Acuerdo Social en noviembre de 2001, ahora quebrado con el nuevo paquete laboral), a la negociación colectiva, acabando con la ultraactividad de los convenios e introduciendo la posibilidad de pactar contenidos por debajo de los mínimos legalmente establecidos, a los horarios de trabajo semanales y diarios (desregulación de la semana de 40 horas y del trabajo nocturno), a las movilidades geográfica y funcional, al disfrute de los festivos y de las vacaciones, a los contratos temporales que podrán durar más de tres años, a las bajas por enfermedad que pasan a ser competencia de los médicos de las empresas y llega hasta la limitación de los derechos individuales de los trabajadores a la privacidad, a la libertad de expresión y de opinión así como al derecho de huelga.
El ministro de Seguridad Social y Trabajo, Bagao Félix, ha presentado el anteproyecto como 'una verdadera reforma para el progreso y modernización del país, que se traduce en una aproximación de la legislación portuguesa a la de los socios europeos'. Y lo justifica aduciendo que las leyes laborales portuguesas 'tienen un marcado acento ideológico de izquierdas' y que afectan al aumento de la productividad. También ha aducido presiones de empresas alemanas radicadas en Portugal que amenazan con trasladarse a países del Este de Europa si no se procede a cambiar la legislación laboral. Son argumentos parecidos a los que hemos venido escuchando en España desde las primeras reformas laborales a mediados de los ochenta.
Paradójicamente es en los países de la Unión Europea con costes laborales más bajos, Grecia, Portugal y España, donde más se ha recurrido a la desregulación laboral en aras de la competitividad, a pesar de que el trabajo es el más competitivo de los factores por su menor coste en relación a nuestros socios europeos. Como se informaba hace unos días en este mismo diario, los costes laborales totales ( incluyendo retribución salarial, salario diferido y cotizaciones sociales) en España apenas rebasan en el 70% de la media comunitaria y los portugueses se sitúan alrededor del 42%. No obstante, la productividad en uno y otro país, sin llegar al promedio europeo, presenta diferencias menos abultadas (el 94% en el caso español), lo que significa que todavía es mayor el rendimiento que del trabajo obtienen las empresas en función de lo que les cuesta retribuirlo. Y como acaba de reconocer la propia patronal española, CEOE, el principal lastre para conseguir mayores crecimientos de la productividad es el desfase en el proceso de innovación tecnológica de nuestro país, que ha ralentizado su marcha a partir de 1996.
Sin embargo se sigue insistiendo en el mismo discurso desde hace casi dos décadas como artificio teórico para mejorar la competitividad vía precios y salarios fundamentalmente, aunque ya hemos tenido que sufrir la demostración empírica de su falsedad. Porque tras la implantación de tales políticas laborales no hemos ganado, sino que perdimos competitividad por el deterioro de la calidad en nuestra estructura de oferta, por la mayor ineficiencia de la productividad obtenida con trabajos precarizados y por inducir al tejido empresarial a permanecer instalado en los segmentos del mercado con demandas menos elásticas, que son los menos competitivos por incorporar menor valor añadido tecnológico.
Es precisamente la orientación opuesta a la que se trazó en la Cumbre de Lisboa del año 2000 para caminar hacia la sociedad del conocimiento, que nos permita a los europeos alcanzar a los Estados Unidos en productividad, haciendo un mayor esfuerzo de inversión en investigación, desarrollo e innovación y en tasa de actividad, creando empleos de calidad e incorporando en mayor medida a las mujeres al mercado laboral. Pero aquella estrategia ha chocado con la orientación ideológica predominante en gobiernos como el español y ahora en el portugués de Durao-Barroso. Aquí se volvió a irrumpir en la concertación social entre empresarios y sindicatos con la reforma laboral de marzo de 2001 y prosiguió la inflexión desreguladora con el decretazo de mayo de este año, rectificado tras las movilizaciones sindicales. Y el gobierno portugués, que podría haber aprovechado una buena referencia para el crecimiento, el empleo y la competitividad, acuñada en su propio país, la desperdició siguiendo los pasos de sus correligionarios políticos españoles. No es necesario dar los mismos pasos perdidos para profundizar la tan necesaria cooperación hispano-portuguesa.