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Tribuna
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El buen gobierno de las naciones

Juan Manuel Eguiagaray Ucelay señala que las demandas de transparencia y de veracidad en las cuentas, que cada vez son más exigidas a las empresas, deben ser reclamadas también a los Gobiernos

En esta época de desaceleración económica y crisis en la confianza empresarial, la necesidad de hacer creíbles las informaciones que provienen de las empresas se ha convertido en cuestión mayor. Los persistentes escándalos empresariales provenientes del otro lado del Atlántico han permitido que la atención se concentrara en los excesos de algunas empresas estadounidenses, como si las nuestras fueran del todo inocentes.

De todos modos, en previsión de que la enfermedad pudiera extenderse, la UE y los Gobiernos de los diferentes países se han tomado en serio la tarea de garantizar la transparencia en el funcionamiento empresarial y la corrección de la información que suministran a sus accionistas y al público en general.

Si las señales recibidas por los mercados no son las adecuadas; más aún, si están manifiestamente trucadas, el comportamiento de los agentes en los mercados no puede ser el deseable desde el punto de vista de la eficiencia. Para no hablar de otras consideraciones igualmente relevantes desde la perspectiva de la equidad.

De las normas relativas al funcionamiento de los consejos de administración, catalogadas en España en el llamado Código Olivencia, se ha pasado a la insistencia en la adopción de códigos de buen gobierno, que abarcan aspectos mucho más amplios que los anteriores. Bien está si los trabajos de la Comisión Aldama sirven para algo más de lo que sirvieron los producidos por la Comisión Olivencia.

Cabe preguntarse, sin embargo, si las exigencias de transparencia y veracidad que cada vez son más exigibles a las empresas en los mercados globales no se pueden extender -mutatis mutandis- a los Gobiernos.

Se dirá, con razón, que los Gobiernos son instituciones públicas y que, en la medida en que son democráticos, el control de su actuación no es sólo el de legalidad -por los tribunales- o el político -por el Parlamento-, sino que se hallan sometidos al veredicto de la opinión pública y al escrutinio permanente de los medios de comunicación.

Todo esto es cierto. Lo que no impide que, entre elección y elección, entre crítica y crítica, entre sentencia y sentencia de los tribunales, los Gobiernos -unos más y otros menos, naturalmente- oculten información relevante o acicalen la disponible a su propia conveniencia.

Sin duda no es lo mismo la información relativa a la defensa nacional o a la lucha contra el terrorismo que la información económica, y los distingos se imponen de modo necesario. Pero resulta cuando menos chocante que elementos de juicio básicos sobre la marcha de la economía sean mantenidos ocultos en los cajones del Gobierno para no alterar la brillante imagen que los gobernantes quieren proyectar de sí mismos.

Podrían hacerse nuevas leyes obligando a los Gobiernos a publicar los datos que se echan en falta. Pero me temo que, sin excluirlas, el camino necesario no es el de las nuevas regulaciones.

Hace unos días el Gobierno del señor Aznar fue condenado por el Tribunal Constitucional por haber impedido que los anteriores presidentes de Telefónica y Endesa comparecieran en el Parlamento. Sus representantes en el Parlamento abusaron de su posición mayoritaria para impedir una información solicitada por la oposición. Pero hay muchos ejemplos. Los datos detallados de la recaudación por el impuesto sobre la renta no son accesibles ni siquiera a los investigadores, salvo que sean amigos del Gobierno y sintonicen con sus propuestas fiscales. La información sobre la ejecución presupuestaria es un arcano en el que la exuberancia de datos y diversidad de presentaciones impide la comparación de las más elementales cifras de inversión pública. Algo parecido ocurre con los Presupuestos de cada año, cuya presentación formal ocupa un espacio tan creciente como menguante es su claridad sobre el sentido de la acción del Gobierno.

Y, además, están las previsiones, un aspecto en el que los agentes privados, como los públicos, se equivocan con frecuencia. Pero esto no es lo malo. Lo malo es cuando el Gobierno se equivoca voluntariamente, haciendo creer lo que ni él mismo está dispuesto a sostener en serio.

Ha ocurrido con la inflación el año pasado y el actual y volverá a ocurrir el próximo. Y camino vamos de que pase otro tanto con las previsiones de crecimiento de la economía. El Gobierno ha decidido transformar sus deseos en previsiones oficiales sin razones objetivas que lo avalen. Lo que equivale -por seguir con la alegoría del buen gobierno de las empresas- a calentar el valor mediante falsas informaciones a los mercados respaldadas por algunos auditores independientes.

A falta de mejores comportamientos éticos de los Gobiernos, quizá hagan falta códigos de conducta que los prescriban y comisiones independientes que supervisen su cumplimiento.

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