_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Hechos son amores

La reciente vuelta a la escena mediática de un activista como Ralph Nader ha venido a reiterar que hoy preocupa más la seguridad de las inversiones que la fiabilidad de los coches y de sus componentes. Y aunque sus reclamaciones a las puertas de Wall Street hayan sido coreadas sólo por unos pocos descontentos, es indudable que son muchos más los que comparten la sensación de haber sido engañados en su buena fe y también en la natural punta de avaricia que late detrás de cada acción inversora. Al tiempo que se malician que a tal burla ha contribuido el que la moral de algunos directivos, analistas, reguladores y comentaristas financieros no dista mucho de la picaresca con que los trileros embaucan a viandantes ingenuos. Por más que hayan envuelto sus propuestas en auditorías aparentemente rigurosas, cuentas pretendidamente acordes con las realidades corporativas y supuestas eficacias gerenciales que justificasen espectaculares salarios y beneficios extrasalariales.

Y es que para llegar a tales suspicacias y recelos no era necesario que un viejo defensor de los consumidores, como es Nader, volviese a la palestra. Pues es un lugar común que a lo largo de los últimos meses, la misma prensa que jaleaba la subida de las bolsas, la creación de valor y la audacia de algunos directivos estrella, ha tenido que hacerse eco de situaciones en que empresas de renombre y líderes muy conocidos habían desarrollado prácticas poco edificantes. Gracias a las cuales buscaban mostrar unos resultados exitosos que no se correspondían con la realidad. Y a las que se sumaban otras que alentaban el pago de remuneraciones excesivas y que sólo se justificaban atendiendo a objetivos a muy corto plazo. Pero que distaban de las que se hubiesen merecido en caso de que se hubiesen contrastado con los resultados de la acción gerencial a largo plazo.

Todo ello ha consolidado un clima de desconfianza y recelo sobre el proceder de los órganos de gobierno empresariales y sobre la vigilancia y prudencia de muchos de los órganos reguladores. Hasta el extremo que hoy es probable que hayan disminuido las personas dispuestas a comprar un coche de segundas a más de un ejecutivo de relumbrón. Y puede que sean todavía menos los que se atrevan a adquirírselo a determinados analistas y miembros de comisiones encargadas de vigilar los mercados. Por más que algún gran banco, en el ánimo de contribuir a restaurar la fe en tan desprestigiadas instituciones, se haya apresurado a integrar en su consejo a un espécimen de la grey de los reguladores como si eso fuese un marchamo de excelencia. De ahí, también, que ahora empresas y órganos reguladores se hayan lanzado a la carrera de redactar códigos de buen gobierno y anuncien programas de reputación corporativa confiando que con ello puedan recuperar la prestancia social y devolver la confianza a accionistas, empleados y público en general.

Olvidando que la imagen pública no se construye sólo con los maquillajes de la identidad corporativa ni mucho menos con retóricas que alardean de que en adelante ya se va a ser buenos, frugales y responsables. Cuando lo que tendrían que hacer algunos es dejar de embarcarse en la retórica de las éticas corporativas y las acarameladas consignas de la responsabilidad social empresarial y dedicarse a dirigir sus corporaciones con la misma eficacia, seriedad y compromiso con que la mayoría de los empresarios y directivos que no salen en las revistas del corazón gobiernan sus negocios.

Lo malo es que aunque estos últimos son mayoría, y ello hace que se pueda confiar en una evolución económica positiva, con lo que se desayuna la opinión pública es con las consecuencias a que han conducido tanta chapuza contable, aventurerismo financiero y escasez de habilidades y prudencias directivas en algunas grandes corporaciones. En las que, hasta hace poco y con la bendición de amables auditorias, se suponía que el papel lo aguantaba todo y no era necesario aquilatar cuanto se pagaba a las cúpulas ni tampoco valorar con precisión las idas, venidas, despachos y complementos que se suponían imprescindibles para el ejercicio de la dirección.

Querer ahora enmendar los despilfarros y extravíos, con la presentación de manuales de obligaciones evidentes es seguir dando muestras de frivolidad y no tomarse en serio el quehacer directivo. Ya que éste, cuando se ejerce con profesionalidad y discreción, como lo hacen la mayoría de empresarios y gerentes que no tienen gabinetes de imagen, o no fían todo a éstos para suplir su falta de estrategia y coherencia, es el mejor ejemplo de responsabilidad y buen gobierno corporativo. A sabiendas, además, que para afianzar la confianza y la credibilidad no hay nada mejor que aplicarse en aquello de que hechos son amores y no buenas razones. Y mucho menos reputaciones alambicadas.

Archivado En

_
_