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Tribuna
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Sobre la vuelta de las tasas judiciales

Aunque fuera de lugar, pero en una aparente maniobra orquestada con el Gobierno, el presidente del Consejo General del Poder Judicial en la solemne inauguración del presente año judicial proclamó urbi et orbe la conveniencia de reimplantar un sistema de tasas judiciales que aporte sustento económico al servicio de la justicia.

Insisto en mi apreciación de que se trata de una afirmación fuera de lugar y, sobre todo, inadecuada para quien preside el poder judicial, fundamentalmente porque este poder no cuenta con caja propia que pudiera beneficiarse de esas tasas, por lo que parece oportuno que hubiera sido el poder ejecutivo el que se preocupara de esos menesteres.

Sin embargo, en un intercambio de papeles, probablemente por razones de oportunidad, el miembro del Ejecutivo encargado de la política de justicia inmediatamente negó cualquier viabilidad a esa propuesta lanzada, como ya he dicho, desde la presidencia de un órgano no competente. A pesar de lo cual parece que sí existe en el Ministerio de Justicia algún trabajo encaminado a la reimplantación de las suprimidas tasas judiciales.

La implantación de las tasas judiciales no puede erigirse en la panacea que solucione los actuales problemas de la justicia El mal estado de la justicia civil española hace que los conflictos de mayor envergadura no se diluciden en los juzgados, sino en grandes despachos

Teniendo en cuenta que las tasas judiciales fueron suprimidas en el año 1986, por medio de la Ley 25/1986, del día 24 de diciembre, considero necesario explicar, aunque sea de forma resumida, qué fueron las tasas judiciales, con el fin de encuadrar el debate.

Como su propio nombre indica, las tasas judiciales eran un tipo de tributo que los ciudadanos debían abonar por entablar una reclamación judicial. El importe de este tributo, al menos en teoría, se destinaba a sufragar parte del coste del servicio de justicia.

Dependiendo de que la reclamación fuera privada (reclamaciones de cantidad, desahucios...) o pública (juicios por la comisión de delito o falta), la tasa se abonaba en dos entregas (al iniciar la reclamación y al dictarse sentencia o al finalizar, respectivamente).

En cualquiera de los supuestos posibles, que básicamente eran los expuestos, el sistema recaudatorio tenía unos cauces bastante heterodoxos, pues eran reclamadas por los secretarios judiciales, quienes se encargaban de su gestión, ingresándolas generalmente en cuentas bancarias de las que eran titulares, para proceder a una liquidación trimestral ante la Comisión de Tasas Judiciales.

He calificado de heterodoxo el sistema de recaudación por diversas circunstancias que el lector podrá perfectamente apreciar de la exposición que sigue.

En efecto, las tasas judiciales que se suprimen por el primer Gobierno socialista tenían su origen en tres decretos del año 1959, en los que se regulaban las distintas cuantías que los litigantes debían abonar al secretario del juzgado o tribunal al momento de presentar la demanda, so pretexto de no tramitar la misma hasta que se hiciera efectivo el abono del 70% del importe total del tributo, quedando el resto para el momento en el que se dictase la sentencia. Los importes de estas tasas se obtenían de aplicar a la cuantía de la reclamación un porcentaje variable.

Los distintos abonos eran ingresados por los respectivos secretarios judiciales en cuentas corrientes, para ser liquidadas a trimestre vencido (ésa era la obligación, aunque no siempre se cumplió) mediante una transferencia a una entidad bancaria privada y la remisión de los justificantes de abono a la Comisión de Tasas Judiciales.

Esta comisión se encargaba de abonar un porcentaje del importe liquidado al secretario judicial liquidador, quien a su vez solía repartirlo entre el personal de su Secretaría. El resto del dinero liquidado se supone que iría al Tesoro Público, aunque ese dato no estuvo nunca muy claro.

Varias corruptelas se le pueden achacar al sistema: En primer lugar, no existía una inspección de tasas que permitiera descubrir cualquier fraude existente, de forma que si una tasa se cobraba y no se liquidaba era muy probable que nadie se diera cuenta de lo que había sucedido.

En segundo lugar, existía una comisión de control tremendamente sospechosa en su funcionamiento, pues no tenía constitución legal y la integraban personas concretas que compatibilizaban su trabajo funcionarial matinal con la labor de tarde de gestionar y controlar el descontrol de las tasas. Digo descontrol porque en los primeros años de la década de los setenta se contaban varias anécdotas de pagos domésticos con cargo a las tasas judiciales.

Por otra parte, las tasas se erigían en constante fuente de conflictos, por cuanto el porcentaje de percepción de los funcionarios que trabajaban en la jurisdicción civil era superior al de quienes lo hacían en la penal, pues en ésta eran habituales las absoluciones o la condena a personas insolventes, con lo cual no se liquidaban las tasas. Con independencia del nefasto precedente, la reinstauración de las tasas judiciales cuenta desde mi punto de vista con muchos más inconvenientes que ventajas.

El primero de los inconvenientes se centra en razones de justicia social. No se puede tomar como argumento a favor la excesiva conflictividad porque es habitual que en los Estados democráticos aumente la conflictividad por el mero hecho de que los ciudadanos pierden el miedo a acudir a los órganos jurisdiccionales al llegar a concebirlos como un auténtico servicio público en lugar de unos órganos de represión.

Cualquier estadística nos demostrará que existe más conflictividad en un Estado democrático que en otro dictatorial.

El segundo viene dado por la falta de infraestructura para llevar a cabo este tipo de recaudación. En efecto, no creo que a los inventores de la idea se les haya pasado por la cabeza volver al viejo sistema de descontrol, entre otras muchas cosas porque sería difícil de mantener con vistas al control parlamentario que podría establecerse sobre el Ejecutivo.

Sin embargo, el establecimiento de un sistema nuevo de gestión y cobro de estas tasas podría ser más gravoso de lo que se obtuviera como beneficio o ¿lo que se pretende ahora es reinstaurar la desaparecida imagen del secretario judicial recaudador?

Existe una tesis que yo también he defendido hasta tiempo reciente, según la cual las grandes empresas, las financieras y grandes bancos serían quienes debieran abonar estos recargos, quedando liberados del pago de los mismos el resto de los ciudadanos.

Sin embargo, he descubierto que este tipo de discriminación sería difícil de mantener, al tiempo que resultaría distorsionador del sistema económico de nuestro país, pues no me cabe ninguna duda de que esas empresas repercutirían inmediatamente esos abonos, que previamente habían asumido, en sus clientes.

En efecto, después de tanto intentar hacer opinión sobre un tema concreto, al final la cuestión termina calando, hasta el punto de llegarse a admitir, si no las excelencias, al menos la vertiente menos mala de lo que quien lanzó la idea quiere imponer y, en este caso, podemos terminar asumiendo, al menos en parte, lo que llevamos años combatiendo. Esto es lo que nos puede pasar con el debate de las tasas judiciales en estos momentos.

Me refiero a que hemos llegado a un estado de opinión en el que lo único que importa es conseguir el objetivo cero en la inflación, aunque para ello haya que sacrificar lo que sea necesario, 'todo sea por la convergencia', incluso si su consecución exige la renuncia a los aspectos sociales primarios de una sociedad democrática.

En concreto, en este tipo de sociedades se erigen como pilares básicos temas como la educación, la sanidad y la justicia. Pues bien, en el primero de ellos la tendencia restrictiva en el Presupuesto nos está imponiendo la educación privada; en el segundo, las listas de espera han provocado que la sanidad privada esté sustituyendo a la pública, para quien se la pueda pagar, claro está; por último, en el terreno de la justicia, que es el que ahora nos ocupa, nos encontramos con un aumento de conflictividad, propio de los países democráticos, como ya dije antes, sólo que con estas medidas se pretende atacarlo con la penalización de la conflictividad de forma indiscriminada, en lugar de poner en marcha medidas imaginativas que consigan una justicia eficaz.

A modo de ejemplo, ténganse en cuenta dos hechos objetivos sobre los que reflexionar respecto del estado de nuestra justicia: en Alemania con el doble de habitantes que en España hay casi cuatro veces más de jueces; y el mal estado de la justicia civil española ha hecho que los conflictos de mayor envergadura se diluciden en los grandes despachos y no en los juzgados.

Resulta evidente que la solución de la implantación de las tasas judiciales no puede erigirse en la panacea que solucione los problemas de la justicia, ni como medida penalizadora ni siquiera como recaudatoria, máxime cuando se están despreciando del orden de 18.000.000 de euros de los intereses de los depósitos judiciales que se ingresan en Hacienda, en lugar de aplicarlo directamente en la justicia.

Tampoco ha de servir como argumento fácil su pretendida justificación como paliativo del aumento salarial que se prevé para los jueces.

Por encima de todo ello debemos asumir, el Gobierno también debe hacerlo, que estamos ante un servicio público fundamental para lograr una armónica convivencia y que, como tal, debe ser gratuito para todos los ciudadanos (harto cara resulta la justicia aún sin contar con la existencia de tasas), sin perjuicio de que se pueda establecer algún sistema de sanción para aquellos casos en los que se pleitee de manera temeraria, pero en ningún caso como medida disuasoria que pueda justificar un recorte presupuestario (a pesar del imaginativo aparente aumento) en aras al espíritu de convergencia europea, porque los ciudadanos deben estar por encima de las ideas y de las conveniencias económicas, aunque éstas vengan dictadas directamente por Europa.

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