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Tribuna
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Estimular la economía y mejorar la cohesión

El estancamiento de la economía española y el incierto panorama de la mundial no parecen preocupar al Gobierno, que mantiene un optimismo injustificado que acaba por convertirse en conformismo y autocomplacencia. Simplemente afirma que la economía española se está comportando mejor que el resto de las más desarrolladas y que es inmune a los riesgos de un contexto recesivo mundial.

Es cierto que España crece más que el promedio comunitario, pero no tanto si nos fijamos en el crecimiento autónomo de nuestra economía, descontando el efecto multiplicador de los fondos que llegan de Bruselas. Al contrario, el diferencial de inflación con la UE se sostiene y la productividad crece menos en España: combinación que puede ser explosiva y es síntoma de una economía poco eficiente.

El Gobierno no puede ocultar que la inflación en el sector servicios está desbocada (4,7% en tasa interanual en agosto), mientras los salarios crecen moderadamente y por debajo de la inflación, provocando pérdidas de poder adquisitivo a buena parte de la población asalariada. Y el paro, la excesiva temporalidad y la siniestralidad laboral continúan siendo rasgos distintivos de un mercado de trabajo enfermo que da cuenta de la fragilidad de buena parte del empleo que se crea.

El idílico y virtual panorama que el Gobierno plantea tampoco escapa a otra realidad: España mantiene atrasos relativos importantes con relación a la UE en capital tecnológico, humano y público, y presentamos en protección social un diferencial que aumenta año tras año.

El famoso déficit cero impide que la política fiscal se utilice para sostener la actividad y potenciar la cohesión social; cuestión que se acentúa por nuestra estructura de ingresos (con presión fiscal muy inferior al promedio comunitario) y las reformas fiscales regresivas que el Gobierno lleva a cabo. Desde que gobierna el PP, la estructura impositiva de nuestro sistema fiscal ha cambiado radicalmente, con mayor presencia de los tributos de carácter indirecto, fáciles de recaudar al pasar desapercibidos en nuestros hábitos de consumo.

Paralelamente, el gasto público ha perdido peso en el PIB por la política de privatizaciones, la externalización de partidas presupuestarias, la congelación de inversión pública y la pérdida de peso relativo del gasto social. La inversión pública representaba en 1995 el 3,7% del PIB y el 3,4% en 2001, y el gasto en prestaciones sociales ha disminuido del 14% del PIB en 1995 al 12,2% en 2001.

Las rebajas en el IRPF y otras medidas fiscales en la imposición directa no han sido gratuitas ni neutrales. Tarde o temprano aparece la necesidad de aumentar otros impuestos, como ha ocurrido con los indirectos, de recortar gastos (ahora le toca a la protección por desempleo), o de mantener la inversión pública debajo de los requerimientos de la economía y evitar que el gasto social se acerque a parámetros comunitarios.

El Gobierno seguirá aferrado a su fundamentalismo sobre el déficit público y así lo ha plasmado en su proyecto de Presupuestos 2003. Desde Izquierda Unida (IU) intentaremos traducir en alternativas concretas nuestra filosofía sobre ingresos y gastos públicos conformando, por un lado y a corto plazo, una política activa que ayude a estimular la demanda interna y, a medio plazo, proponiendo medidas tributarias que logren una estructura de ingresos para mejorar la protección social y la provisión de bienes y capital públicos.

A corto plazo debe ser el déficit público el encargado de estimular la actividad. Además de permitir la libre actuación de los estabilizadores automáticos, es preciso activar una política fiscal discrecional para superar el estancamiento. Seguiremos insistiendo en que es más importante el grado de endeudamiento y la capacidad de una economía para obtener ingresos fiscales futuros que el déficit público concreto de un ejercicio económico.

Un déficit público que tendrá un impacto multiplicador, directo y positivo sobre la economía y el empleo, y sobre los ingresos públicos, y que se situaría dentro de los requerimientos europeos, hoy más flexibles y realistas. Nuestra razonable proporción de deuda con relación al PIB y el nivel de los tipos de interés reales avalan esta estrategia.

Utilizando un margen de entre uno o dos puntos del PIB podríamos atender parcialmente algunas prioridades: recuperar el poder adquisitivo que han perdido los empleados públicos los últimos años y aumentar plantillas para mejorar los servicios públicos, dedicar más recursos a las políticas públicas en sanidad y educación para potenciar el capital humano, corregir la deriva militar del Gobierno en I+D y acercar nuestro gasto al promedio comunitario, ampliar las políticas públicas de dependencia (cuidado de niños, personas mayores o minusválidos) para atender estas demandas sociales y procurar una mejor situación para la incorporación de la mujer al mundo laboral, permitir el acceso de los colectivos más necesitados a una vivienda digna potenciando el gasto público directo o destinar más recursos a la protección por desempleo.

El debate presupuestario servirá, esperamos, para comprobar si el Gobierno apuesta por cerrar el diferencial con Europa en protección social y equipamientos públicos. Nosotros lo utilizaremos para defender la íntima relación entre las propuestas fiscales y los recursos necesarios para financiar las políticas de gasto público y para recordar que hay un instrumento, el déficit público, capaz de contribuir a superar situaciones económicas adversas.

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