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Columna
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No valen los maniqueos

Vivimos momentos prebélicos. El aniversario del 11 de septiembre nos ha llevado a la antesala de una nueva guerra con Irak. Esta vez será una guerra definitiva: EE UU quiere terminar con Sadam Husein y su régimen. Se trataría de concluir el trabajo que no se hizo en la pasada guerra del Golfo, cuando el presidente de EE UU era Bush padre. Las reticencias del entonces jefe del Estado Mayor, Colin Powell, y la experiencia acumulada como antiguo jefe de la CIA por el propio Bush padre, pararon la maquinaria militar en el borde de la frontera iraquí.

Luego vinieron las sanciones y las inspecciones organizadas por la ONU para la verificación y destrucción de los arsenales de armas químicas y bacteriológicas. El sufrimiento del pueblo iraquí llevó a las Naciones Unidas a montar aquel programa de Petróleo por Alimentos. Sadam Husein parecía un dirigente político reducido a esconderse y dormir cada noche en un sitio diferente. La aviación estadounidense y británica se encargaban de mantener convenientemente fijado sobre el terreno al Ejército iraquí, impidiéndole entrar en las llamadas zonas de exclusión al norte y sur del país.

Pero surgió el eje del mal y el feroz terrorismo de Al Qaeda, y la sospecha fundada de que el régimen iraquí podía estar rehaciendo sus arsenales de armas de destrucción masiva. Conectar el terrorismo de Bin Laden con el régimen iraquí y el potencial de destrucción que puede producir una acción terrorista utilizando armas químicas y bacteriológicas era casi inevitable en el actual discurso norteamericano. Es lo que ha pasado. El aniversario del 11 de septiembre ha incrementado el dramatismo de la amenaza terrorista y el consiguiente anuncio de la guerra.

La firme decisión del presidente Bush de realizar el ataque militar unilateralmente con el decidido apoyo británico ha abierto un debate internacional sobre la oportunidad y los riesgos de dejar de lado a las Naciones Unidas en la decisión de iniciar una guerra contra el régimen iraquí.

La fractura que se ha abierto en el seno de la Unión Europea a propósito de esta cuestión es evidente. La fragilidad de la política exterior y de seguridad común se ha puesto de manifiesto una vez más, y es de lamentar que no haya sido posible encontrar una posición común entre los Estados miembros respecto a este tema. En Washington ya saben que, por el momento, la cacofonía y el orden disperso es parte integrante del discurso europeo.

En España, el debate ha adquirido un grado de simplificación preocupante ante la iniciativa del presidente Aznar de confirmar la participación española en la guerra, aun en el caso de que no hubiera la cobertura de las Naciones Unidas.

Rodríguez Zapatero ha creído más oportuno supeditar la participación española en una eventual guerra a la necesaria decisión positiva del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Esta posición del líder socialista ha sido mejor comprendida y aceptada por la opinión pública española, que no ha sido merecedora de mayor información por parte del Gobierno que un conjunto de filtraciones organizadas por La Moncloa y posteriores discursos del propio Aznar.

Sinceramente, me quedé perplejo cuando el presidente Aznar planteaba a la opinión pública española el aparente dilema que tenemos que resolver para apoyar como españoles una guerra decidida unilateralmente por EE UU: 'Si me preguntan si estoy con Bush o con Sadam Husein, tengo muy claro de qué lado estoy…', nos decía con fervor nuestro presidente. A partir de aquí, nada que decir, está claro que tenemos que ir a la guerra incluso sin una cobertura de Naciones Unidas.

Un presidente de Gobierno que tiene que decidir si entramos o no en un conflicto armado no puede utilizar semejante maniqueísmo cuando se expresa sobre una cuestión de esta envergadura. Todos somos solidarios con el pueblo estadounidense, todos nos oponemos al feroz ataque de Al Qaeda, a todos nos preocupa el régimen iraquí, todos queremos que desaparezcan las armas de destrucción masiva, todos queremos mayor y mejor cooperación internacional contra el terrorismo.

El dilema no es decidir si estamos con Bush o con Sadam Husein. Todos estamos con Bush y con el mundo libre y democrático en la lucha contra el terrorismo internacional. El dilema es si la definición del eje del mal implica que, a partir de ahora, EE UU podrá organizar solo y por su cuenta una guerra aquí y otra allá fuera de la legalidad internacional, es decir, sin una decisión previa de las Naciones Unidas. Esta es la verdadera cuestión y no otra.

Cuando se tratan temas serios conviene controlar los maniqueísmos.

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