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Tribuna
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La confianza

Con el derrocamiento del Sha y la presentación en sociedad de los fundamentalismos modernos de la mano de Jomeini, los teóricos de los servicios de inteligencia se aprestaron a valorar la utilidad de la teoría de las catástrofes. Advirtiendo que una situación se puede volver revolucionaria de la noche a la mañana sólo con estar en las cercanías de determinados puntos y condiciones de encrucijada.

Para ilustrarlo se recordaba que incluso los perros, a través de lo enhiesto de sus orejas, advierten a los que están en sus alrededores de si se van a lanzar al ataque o saldrán despavoridos con el rabo entre las piernas.

Pero como Irán no estaba en el horizonte cercano del americano medio, ni el fiasco de la crisis de los rehenes entorpeció la llegada del fundamentalismo de Reagan a la Casa Blanca, pronto se orillaron estas elucubraciones. Pues al parecer las catástrofes y los cambios radicales seguían quedando lejos.

Después, en los fugaces años de la era microelectrónica y la puesta en escena del pensamiento único de la mano del dúo Reagan-Thatcher, las máquinas, automóviles y electrodomésticos más variados empezaron a incorporar programas almacenados en sus tripas.

Y se pasó de las disquisiciones sobre las catástrofes a la civilización de la avería. Donde ya no cabía arreglar con parches los estropicios cotidianos, sino que lo aconsejable era sustituir piezas y desechar lo que impedía la funcionalidad. Los sistemas, por tanto, se estropeaban, pero todo consistía en tener a mano los teléfonos de los servicios posventa y soportar demoras hasta que llegasen. Confiando que solventarían el parón y que incluso habría ocasiones en que sólo habría que pagar el desplazamiento para que el mundo, la vida y sobre todo las lavadoras y fotocopiadoras dejasen de ser protagonistas del fastidio.

Sin embargo, con la creciente conectividad de las redes y los incipientes balbuceos comerciales de Internet, al filo de los noventa se constató que los mercados eran cada vez más interdependientes. Que todo influía en todo y que tanto entornos como organizaciones parecían abocarse a la ingobernabilidad y el caos. De ahí que no hubiese conferencia o artículo que no hiciese alusión a las incertidumbres que había que lidiar, o que no trajese a colación la teoría del caos. Que se vulgarizaba con aquello de que el aleteo de una mariposa en el Pacífico podía tener consecuencias imprevistas en las cosechas de vinos del Rosal o el Penedés.

Pero se argumentaba que detrás de tanta incertidumbre siempre había unos atractores que decían que los negocios, la política o las broncas familiares nunca se sabría con certeza a dónde llevarían, pero lo más probable es que no se saliesen de madre. Con lo que la incertidumbre y el caos parecían gestionables y todo era cuestión de no preocuparse en demasía porque nevase un día en agosto o Rato sustituyese a Solbes. Y sólo hacerlo si nevase todos los días de dicho mes o si al final un banquero cántabro tuviese que echar mano, para sustituirse, del más dócil de los amigos que ha nombrado consejero independiente.

Tales apreciaciones difundían tranquilidad, mantenían abiertas las perspectivas del largo plazo e insuflaban el convencimiento implícito de la gobernabilidad y los controles últimos, por mucha algarabía, fusiones y diversificaciones que se propusieran. Pero lo de las Torres lo ha cambiado todo, por más que algunos recuerden que los problemas siguen donde el día antes que Bin Laden encarnase mediáticamente a Belcebú. Cierto es que su desplome tiene que ver con las catástrofes, o que ha llevado a la civilización de la avería a sus últimas consecuencias para multiplicar los negocios de restauración de sistemas y procesos en situaciones de crisis extremas.

Tiene que ver, igualmente, con la interdependencia y ha asociado de inmediato la visión de las miserias de los olvidados de los medios con la fragilidad de infraestructuras, sistemas de seguridad y edificaciones de la era tecnotrónica ante esos elementos devastadores que siempre fueron el fuego y la crueldad de algunos corazones.

Pero sobre todo tiene que ver con la pérdida de confianza social, lo que es más corrosivo y difícil de superar que el miedo o la incertidumbre. Con ello se ha disipado, desde el momento mismo en que las estructuras de Isoki se hacían gelatina antes de derrumbarse, el convencimiento de que siempre habría criterios y sagacidades para la gobernabilidad. O que los modelos políticos, empresariales y sociales, al margen de la mayor o menor estulticia de quienes los liderasen, siempre encontrarían su funcionalidad en cualquier circunstancia, por compleja e inesperada que fuese.

Mientras que ahora, por más que los datos mejoren, las expectativas de los consumidores americanos repunten o que un presidente, con su peculiar complejo de Edipo, llegue a saldar cuentas pendientes de su progenitor, va a ser complicado recobrar la inocencia de creer que nuestra civilización estaba preparada para arrostrar cualquier fin del mundo. Máxime viendo lo asustado que esta el Emperador para tener que ponerse tan arrogante y darse así valor ante su incapacidad para saber qué hacer mañana si los malos volvieran a dejarse sentir.

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