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11-S

Blindaje contra la inmigración

Cuatro días antes de que el ataque terrorista hiciera añicos las Torres Gemelas, George Bush prometía que su Administración trabajaría 'al 100%' para llegar a un pacto bilateral con México y regularizar la situación de los 3,9 millones de mexicanos que trabajan ilegalmente al norte de Río Bravo. 'Quiero complacer a mi amigo', dijo el presidente estadounidense durante esa visita de Estado de Vicente Fox a Washington del 5 al 7 de septiembre de 2001. Un año después, el único punto de la agenda entre EE UU y México es la seguridad en las fronteras, y tras los atentados, una de las primeras medidas decretadas fue el cierre de fronteras.

El problema entre México y EE UU resume a la perfección la evolución que han sufrido las políticas migratorias en estos 12 meses, y Europa es el mejor ejemplo del cambio sufrido. El 11-S sorprendió a Europa sin una política común de inmigración y sin unos criterios unificados de gestión de las fronteras exteriores.

Los movimientos populistas y de extrema derecha ya habían cultivado la imagen, que el 11 de septiembre espoleó, de una Europa saturada o a punto de sucumbir ante los inmigrantes. En Holanda y Francia, sólo in extremis, una bala todavía de origen desconocido y un casi plebiscito a favor de Jacques Chirac evitaron la victoria electoral de los ultras. Ultraderechistas, ultrapopulistas, ultrasensibles o ultraavispados, dependiendo del punto de vista del observador.

Llegó entonces la hora de la política real y la acción directa de los líderes mayoritarios. Las reuniones de los ministros de Justicia e Interior, encargadas apresuradamente de pergeñar una política común de inmigración, 'son, sin duda, las que más han cambiado desde el 11 de septiembre', afirma un veterano funcionario del Consejo de la UE. 'Su trabajo ha pasado a primer plano, tanto en la lucha contra el terrorismo como en la política de migración'.

Por un momento, estuvieron a punto incluso de triunfar las tesis maximalistas a favor de una Europa fortificada, defendidas por José María Aznar y el primer ministro británico, Tony Blair. A remolque de la tragedia de las pateras y del horror de las Torres Gemelas, sus ideas se abrieron paso hasta el Consejo Europeo de Sevilla, en junio de 2002. Una inesperada coalición del conservador presidente francés, Jacques Chirac (muy atento a los millones de ciudadanos de origen magrebí), y del socialista primer ministro sueco, Goran Persson (que esta misma semana se enfrenta a su reválida electoral), logró que en la capital andaluza prevaleciera 'el sentido común, la prudencia y la medida', como definió los resultados el presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi.

No podía ser de otro modo, porque todos los actores económicos reconocen la necesidad de mantener el flujo inmigratorio, como demostraron las peticiones de mesura lanzadas por la patronal europea en vísperas de la cumbre andaluza.

'La emigración cero es una tontería y una hipocresía política', afirman fuentes comunitarias. 'En Sevilla se puso el acento en la represión para hacer una explotación política y mediática del problema'. La UE cuenta ahora con 18 millones de emigrantes (dos millones en España), más un número indeterminado (que algunos cifran en tres millones) de trabajadores extracomunitarios sin documentación. Un problema antiguo que desde la Cumbre de Tampere, en octubre de 1999, y un 11-S después, sigue sin resolverse en Europa.

El blindaje contra la inmigración alcanza todos los rincones del planeta. Desde el pasado 1 de agosto, Malaisia ha deportado a medio millón de trabajadores indonesios y filipinos (unos dos millones en el país, la mitad ilegales), aduciendo razones sociales, de criminalidad y seguridad.

Y eso que el Gobierno reconoce oficialmente que necesita importar al menos un 5% de fuerza laboral. La agenda de seguridad y la lucha contra el terrorismo en la región han aplazado sine die la libre circulación de trabajadores entre los miembros de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (Asean).

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