Secuelas del 11-S
Hace ahora un año, los atentados contra Estados Unidos marcaron un antes y un después. Los expertos vaticinaron una guerra hasta el final contra el terrorismo y, como consecuencia a la gran alianza solidaria formada en torno a la primera potencia, un nuevo orden internacional más equitativo.
El primer pronóstico parece haberse cumplido. Realizada con éxito la guerra de castigo en Afganistán, aunque no conseguido el exterminio del peligro integrista, la prioridad un año después es otra amenaza belicista, concretada esta vez contra el régimen de Sadam Husein en Irak, que actúa de distracción contra el latente peligro que todavía representa la organización del enemigo público número uno, Osama Bin Laden. En el eje de esta nueva ofensiva radica el interés por el control de las reservas del petróleo y acaso un nuevo mapa para el dominio definitivo sobre la zona. Pero de la promesa del nuevo orden nada se sabe. Estados Unidos ha reforzado su papel de primera potencia y ha puesto en práctica como expresión máxima de su política el unilateralismo. Del nuevo concepto geoestratégico se ha beneficiado Rusia y, como mercado de referencia en el futuro, China. Israel, con el apoyo estadounidense, ha impuesto su línea dura y despejado las ilusiones de una solución de paz en Oriente Próximo.
La gran perdedora en este proceso ha resultado ser Europa, que ha pasado de ser primer socio y aliado estratégico a tener la consideración de un tercero. Los socios comunitarios, en lugar de más juntos, están más divididos. Y abandonados a sus crisis, ajenos a las prioridades estadounidenses, han quedado los países del Tercer Mundo y, sobre todo, los de América Latina, con la sola excepción de México.
En el plano económico se han acumulado los acontecimientos, pero no las consecuencias positivas. Cuando se produjeron los ataques terroristas, Estados Unidos sufría una recesión económica. Como primera medida, el presidente Bush dio un giro radical a su política, que se tradujo en casi 100.000 millones de dólares en ayudas públicas a los sectores más perjudicados y el recurso al pulmón artificial de los pedidos de armamento. La resurrección del intervencionismo se vio acompañada del recurso al proteccionismo, que cerraba las fronteras a las exportaciones de sus socios y que significaba una condena de la voluntad de librecambio predicada en la Cumbre de Doha.
En la actualidad, las luces de la recuperación de la economía mundial están más mortecinas y cada vez más débiles las posibilidades de concertación para salir de la crisis. Desde el 11-S, las principales Bolsas, que llevaban año y medio de caídas sucesivas, han perdido entre un 11% y un 26%.
Si algo desataron los atentados contra Estados Unidos fue el ansia de seguridad y el miedo a la incertidumbre. En medio de ese clima estalló el fraude contable de Enron, que dio pie a una cadena sucesiva de escándalos que han minado la fe de los inversores en las grandes empresas, las firmas auditoras y los bancos de negocios. La necesidad de recuperar la confianza de unos inversores que han visto esfumarse buena parte de sus ahorros ha provocado una ola de regulaciones para acentuar el control de las empresas, mejorar la transparencia de las cuentas, imponer códigos de buen gobierno y responsabilizar penalmente a los gestores. En este proceso en marcha aún no se puede predecir cuál será el alcance del cambio de valores éticos.
Con todas las incógnitas en el aire, Estados Unidos se encuentra más reforzado que nunca en su papel de primera potencia. Sin embargo, dilapidada en buena medida la coalición internacional que creó a su alrededor, empieza a ser discutida su capacidad de liderazgo y el rumbo que quiere dar a su política. Unilateralismo, intervencionismo y proteccionismo son estrategias de dirección única que persiguen beneficios propios aun a costa de los socios. Por eso, la alianza comienza a resquebrajarse, aunque no exista alternativa. El problema es que la urgencia de recuperar la economía sigue estando condicionada por la política.