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Columna
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Desánimo

Los datos económicos son poco alentadores. Para Carlos Solchaga, la situación en los países avanzados no presenta rasgos dramáticos graves. Otra cosa es América Latina u Oriente Próximo

Con la vuelta de vacaciones en España y en otros países parece haberse instalado, en todos ellos, un estado general de desánimo a la vista de la vacilante marcha de la recuperación económica que había sido anunciada por muchos para la segunda mitad de este año 2002. Lo cierto es que ya llevamos camino de cerrar la primera parte de esa segunda mitad y los datos económicos en nuestro país, en Estados Unidos o en la Unión Europea distan mucho de plantear un panorama nítido de salida de la atonía en el crecimiento económico.

No seré yo, que he venido manteniendo posiciones escépticas sobre la recesión corta en contra de la opinión mayoritaria, quien niegue los elementos de análisis o las conclusiones de quienes consideran que la recuperación se verá pospuesta hasta el año 2003. Antes al contrario, creo que la revisión de los datos macroeconómicos en Estados Unidos y otros lugares, generalmente a la baja; la marcha inquietante del desempleo; el tono bajo del comercio internacional -en tasas reales negativas-, y la marcha vacilante de los índices de confianza de consumidores y empresas justifican esa visión negativa de las perspectivas económicas.

Pero temo que se está exagerando, a partir de ese diagnóstico, la impresión de desánimo en todo el mundo, poniendo en peligro la propia recuperación económica que también llegará un día aunque ahora parezca difícil de pronosticar. Tan difícil como fue para los proponentes de la desaparición del ciclo económico de finales de los noventa del pasado siglo aceptar que existiría una recesión económica como la que estamos viviendo.

Lo primero que sería necesario señalar es que esta crisis de desarrollo se está saldando con tasas de crecimiento económico en los países industrializados de en torno al 1% (el doble, aproximadamente, en el caso de España) y crecimientos en el desempleo de entre uno y dos puntos porcentuales en estos mismos países, escenario bien poco dramático y que en las condiciones de cobertura del desempleo con los países citados parece todavía más fácilmente soportable. En estos mismos países las condiciones crediticias imperantes son particularmente benévolas. El coste del dinero en términos reales no supera el 2%, en general, y los bonos de la deuda pública a 10 años mantienen rentabilidades entre el 4% y el 5 % anual en Europa y Estados Unidos. Resumiendo, no estamos para tirar cohetes, pero la situación no presenta en los países avanzados (ni en la mayor parte de Asia) rasgos dramáticos graves. Otra cosa es la situación en América Latina u Oriente Próximo, donde sobre la desaceleración global han venido a superponerse los problemas de inestabilidad política y financiera propios de cada una de estas regiones.

En segundo lugar hay que destacar el extraordinario componente de wishful thinking que se hallaba detrás de la previsión de una salida rápida de la crisis. Ni la enorme sobre-inversión que se había producido en algunos sectores en la economía norteamericana, ni la burbuja financiera en los mercados de capitales ni el desorden en los alineamientos cambiarios hacían previsible una duración corta de la desaceleración económica. Otros acontecimientos, como el 11-S y el aumento de la incertidumbre asociada al mismo, incluido el desarrollo y las consecuencias de la guerra contra el terrorismo (Afganistán, Irak...), contribuyeron igualmente a rebajar la plausibilidad de dicha tesis. Quienes desde los mercados financieros mantuvieron la apuesta de la vuelta a la normalidad en tiempo breve, creyendo en el autocumplimiento de las profecías, vieron sus posiciones fuertemente debilitadas por los escándalos en dichos mercados y la desconfianza que han extendido entre los ahorradores de todo el mundo.

En este contexto quizá convenga recordar la recomendación de F. D. Roosevelt a sus compatriotas en plena Gran Depresión de que lo único que hay que temer (en las circunstancias actuales más que en 1933) es al propio miedo. Un realismo sensato y exento de pesimismos exagerados sería lo que nos vendría bien. Pero para alcanzarlo quizá fuera conveniente hacer menos caso en la marcha día a día de las Bolsas de valores y, sobre todo, de las opiniones de los analistas financieros.

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