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Tribuna
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El futuro ya no es lo que era

Hace un mes, Alan Greenspan compareció ante el Congreso estadounidense en la cita semestral en la que presenta sus previsiones de crecimiento e inflación y sus orientaciones de política monetaria. Lo que más me llamó la atención fue que presentara una previsión de crecimiento del PIB en 2002 por encima del 3%. Desde mi punto de vista, entonces, aquello era sumamente improbable. Hace un par de semanas el Gobierno español presentó sus Presupuestos para 2003, en los que se basa el comportamiento de las cuentas públicas en un crecimiento del PIB del 3%. De la misma manera que las previsiones de crecimiento de la Reserva Federal resultan poco plausibles, las del Gobierno español, condicionadas por su optimismo sobre la economía mundial, es difícil que se cumplan.

No sólo la Reserva Federal había estado pronosticando una salida milagrosa de la situación de estancamiento de su economía. Todas las instituciones económicas multilaterales y buena parte de las privadas apostaban por una recuperación relativamente rápida de un crecimiento intenso, cercano al potencial.

Había, sin embargo, opiniones discordantes, cuyos puntos de vista han terminado por dominar la opinión del futuro de la economía norteamericana en el corto y medio plazo: más debilidad. Los riesgos de mantenimiento de la debilidad, a los que apunta el último comunicado de la Reserva Federal, han sancionado el punto de vista de los pesimistas. Apostar por una recuperación milagrosa de una economía que ha sufrido hace poco una recesión es una opción perdedora en la inmensa mayoría de las ocasiones. Con los excesos (desequilibrios) del crecimiento de los últimos años noventa en EE UU, la apuesta por la recuperación es todavía mucho más arriesgada.

La importancia de lo financiero sobre la economía real en EE UU y los resultados del pinchazo de la burbuja bursátil no permiten albergar demasiadas esperanzas de recuperar el crecimiento potencial en los próximos años. Ni las familias ni las empresas, dado su alto endeudamiento y la caída del valor de sus activos, están en condiciones de generar otra época dorada para el crecimiento.

En los años de la burbuja, en EE UU la inversión empresarial crecía a tasas propias de economías en transición, con condiciones de financiación inmejorables. Una inversión disparada suponía intensos crecimientos de producción, productividad y beneficios empresariales, pero se concentraba en un pequeño segmento de actividad: la relacionada con las nuevas tecnologías y los servicios derivados. Las compañías que entonces lideraban el crecimiento económico ya no crecen, más bien desaparecen, su inversión es negativa y sus beneficios se han tornado pérdidas (incluso en las que alguna vez los tuvieron e informaron verazmente sobre ellos). Sin ese segmento de altísimo crecimiento expandiéndose a tan increíble ritmo, es difícil que el conjunto de la economía, dominada todavía por actividades tradicionales, pueda crecer a los ritmos vistos en los últimos noventa.

Hay que considerar, adicionalmente, que una parte del extraordinario crecimiento de los años previos al pinchazo de la burbuja se sobrestimó, como han puesto de manifiesto las revisiones que en EE UU se han hecho en 2001 y 2002 de las tasas de crecimiento del PIB en 1997-2001. El crecimiento potencial puede ser muy inferior al 4% que se llegó a manifestar hace unos años.

Pero tampoco hay que ser excesivamente pesimistas. Primero, porque las actividades tradicionales en EE UU no están inmersas en la profunda crisis que padecen los sectores de la nueva economía, al tiempo que siguen dominando el valor añadido generado por las distintas ramas productivas. En segundo lugar, porque las políticas monetaria y fiscal, con una orientación claramente expansiva desde 2001, terminarán por sentirse. No hay nada extraño en la aparente falta de eficacia de las medidas adoptadas en 2001, pues es muy difícil que la política económica corrija rápidamente una situación de contracción.

Finalmente, no se debe ser pesimista del todo, porque, a diferencia de lo que sucede con empresas y familias, las Administraciones, especialmente el Gobierno Federal, gozan de situación financiera relativamente holgada para adoptar una política fiscal más expansiva.

Con la globalización de las relaciones económicas, especialmente las financieras, es difícil que España se sustraiga al escenario de escaso crecimiento que espera a los países desarrollados. Además, algunos de los últimos datos sobre nuestra economía deberían matizar cualquier optimismo que tuviéramos respecto al futuro próximo.

Conviene recordar algunas características del comportamiento de la economía española para justificar el escepticismo sobre una salida milagrosa a la situación de bajo crecimiento. La evidencia de que la economía española experimenta oscilaciones más bruscas y tardías que las que padecen otros países de nuestro entorno. En muchas ocasiones se manifestó con especial intensidad en la pérdida de competitividad de nuestras industrias y especialmente en la turística.

La segunda característica es la singularidad de la crisis industrial que padecemos desde principios de 2001. En el último año se han cerrado plantas de altísima productividad (Lucent, Alcatel, Ericsson...), algo sin precedentes en anteriores ajustes industriales, cuando las cerradas eran obsoletas o escasamente productivas. Con un mundo en el que los sectores de alto crecimiento atraviesan una profunda crisis, resulta difícil imaginar cómo recuperar la demanda perdida por esta rama de la industria española.

En los últimos años, una buena parte del crecimiento de la demanda se ha debido al gasto residencial. Aunque es normal que las condiciones financieras sigan favoreciendo la adquisición de vivienda, algunos indicadores de la demanda se acercan a la zona roja; en especial los referidos al esfuerzo de las familias para adquirir una vivienda.

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