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Tribuna
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El BCE, más aciertos que errores

El 1 de enero de 1999 los 11 países que acreditaron el cumplimiento de los criterios de Maastricht adoptaron la moneda única, lo que marcó un hito decisivo en el proceso europeo de integración económica y política, alumbrado en el Tratado de Roma de 1957. Al mismo tiempo, el Banco Central Europeo asumió la responsabilidad de la política monetaria. Con la unión monetaria los Estados no sólo delegaron el manejo de los tipos de interés, sino que también perdieron la capacidad de ajuste rápido derivada de los movimientos del tipo de cambio.

Desde un principio, analistas, académicos, políticos y periodistas sometieron al consejo de gobierno del BCE a un escrutinio implacable. El tiempo ha demostrado que parte de las críticas han sido precipitadas e infundadas. Sin duda, los prejuicios que algunos albergaban acerca de la conveniencia de adoptar el euro condicionó su valoración de la actuación del banco, que cabe calificar como positiva. Las críticas injustificadas, sin embargo, no deben ser óbice para reconocer que el banco ha cometido errores, sobre todo en el planteamiento de su estrategia formal, que a su vez ha dado lugar a una comunicación de las decisiones notablemente confusa.

El objetivo prioritario del BCE es lograr la estabilidad de precios, definida como 'un incremento interanual del IPC armonizado inferior al 2% en el medio plazo'. A tal fin, el BCE articula su estrategia de política monetaria en torno a los controvertidos dos 'pilares'. El primero analiza el aumento del dinero, fijando un valor de referencia para el crecimiento del agregado monetario amplio M-3 del 4,5%. El segundo concentra su atención directamente en la inflación. Con seguridad, el mayor problema del BCE ha sido la existencia del primer pilar, que no tiene sustento teórico ni empírico sólido. Es verdad que hay una fuerte correlación positiva a largo plazo entre el aumento del dinero y la inflación. Sin embargo, también es cierto que la inflación está correlacionada positivamente con otras muchas variables nominales. Asimismo, a principios de la década de 1990, el Banco de España advirtió de las dificultades que entraña el seguimiento de un agregado monetario de referencia, puesto que el rápido desarrollo de los mercados y productos financieros exige una redefinición continua de dicho agregado si se pretende que sea un fiel reflejo del dinero que circula y, por ende, una guía fiable para la política monetaria. Por fortuna, el BCE parece no prestar mucha atención al crecimiento de la M-3, tal y como lo prueba el hecho de que, en media, cuando este agregado monetario crece el Banco Central baja el tipo de interés. Por consiguiente, convendría desmantelar el primer pilar y utilizar la información que emana de la evolución de M-3 como un indicador más de la evolución de la inflación. Así se evitaría que al presidente de la institución, Wim Duisenberg, se le subieran los colores cada vez que ha de justificar por qué reduce los tipos cuando el dinero crece muy por encima de su valor de referencia.

Si además de lo anterior el BCE se decidiera a elucidar qué se entiende por 'medio plazo' y cuál es el límite inferior del intervalo de valores de la tasa de inflación que el Banco Central se fija como objetivo sería más fácil comunicar los movimientos de tipos. Este aumento de la transparencia, al hacer más previsibles las decisiones, anclaría mejor las expectativas sobre la inflación futura y facilitaría la consecución del objetivo principal.

Las sombras en la actuación del BCE no son gran cosa si se comparan con el buen tino que en líneas generales ha demostrado el consejo de gobierno, en un entorno macroeconómico e institucional complejo. El gran acierto del Banco Central ha sido percibir con acierto las diferencias cualitativas entre el deterioro económico de la zona euro y el estadounidense durante 2000 y buena parte de 2001. En ese periodo, el BCE, a pesar de las incertidumbres consustanciales a los primeros tiempos de una unión monetaria y del azote político-mediático, se mostró resuelto a retrasar una bajada de tipos hasta mayo de 2001 por entender que persistían los peligros sobre los precios. Es probable que episodios como éste hayan contribuido a que el Banco Central se forje una reputación antiinflacionista, que permitirá al consejo de gobierno seguir con mayor atención las variables reales sin que nadie sospeche que está descuidando su objetivo.

Por otra parte, en descargo de la institución cabe señalar que, aunque la inflación ha rebasado a menudo el umbral del 2% desde enero de 1999, los factores que explican el elevado crecimiento de los precios son el incremento del precio del petróleo y la constante depreciación del euro, dos factores cuyo control escapa al ámbito de influencia del BCE. En definitiva, tres años y medio de política monetaria única parecen ofrecer ya una perspectiva temporal suficiente para pergeñar una valoración razonable de la actuación del BCE. Para ello deben tomarse en consideración elementos como la novedad del experimento, los conflictos de intereses entre países y la heterogeneidad de sus prácticas monetarias pasadas, la desaceleración económica de los dos últimos años, la depreciación del euro, los altos precios del crudo, así como la inevitable comparación con la Reserva Federal de Greenspan. Pues bien, después de todo, parece que el BCE se ha comportado de manera muy sensata, lo cual no significa que no exista margen para que el Banco Central mejore el manejo de la política monetaria. Habida cuenta de que estamos en la época final del curso académico, la actuación del BCE de 1999 a esta parte merece una buena calificación: yo le pondría un notable.

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