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Columna
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¿Nueva política industrial para la UE?

Juan Manuel Eguiagaray Ucelay subraya la importancia del nuevo enfoque europeo en las relaciones de la política industrial con la política de competencia. El autor considera necesaria la adaptación de ambas

El concepto de política industrial ha recibido los últimos años muchas formulaciones sin convertirse nunca en algo claro. Los añorantes de una economía cerrada, en demanda de protección garantizada por el Estado para sus actividades poco competitivas, han ido cediendo el paso paulatinamente a los que proclaman las bondades del mercado, sin renunciar por ello, si a mano viene, a los apoyos procedentes de los poderes públicos.

Como las ayudas públicas capaces de distorsionar la competencia en el mercado difícilmente se distribuyen con resultados neutrales o sin generar agravios comparativos, el estatuto de la política industrial ha sido más que dudoso, identificándose doctrinalmente con el intervencionismo, la arbitrariedad y la alteración de las condiciones derivadas del libre juego de las fuerzas del mercado.

Entre nosotros, el arbitrismo económico de muchos años unido a las diferencias de desarrollo con el resto de países de la UE en el momento de nuestra entrada, y las necesidades de reconversión y adaptación del tejido productivo, retrasaron largo tiempo la aceptación social de una política industrial moderna como la que se empezaba a instaurar en la UE a comienzos de los noventa.

En 1990 veía la luz el importante documento de la Comisión La política industrial en un entorno abierto y competitivo (COM(90)556), mientras la opinión pública española demandaba más apoyos públicos con los que afrontar las importantes consecuencias sociales de las crisis industriales. Habrían de pasar años hasta que se abriera paso una idea de la política industrial concebida como conjunto de acciones dirigido a la creación de un entorno favorable a la acción empresarial y no como un conjunto de acciones quirúrgicas o lenitivas de los errores o insuficiencias empresariales. Eso fue posible por la transformación de la estructura productiva española iniciada en los ochenta y por la contribución benéfica de un crecimiento significativo tanto en el periodo 1986-1991 como entre 1994 y 2001.

Lamentablemente, la interpretación de la política industrial como mero correlato de la política de competencia (vigilancia y reducción de las ayudas de Estado; control de fusiones y concentraciones y eliminación de situaciones de posición dominante) ha dejado en el camino el verdadero énfasis y la justificación principal de una moderna política industrial o, si se quiere, de empresa.

Las medidas horizontales (formación, I+D, internacionalización, apoyo a las pymes, etcétera) propugnadas en aquel documento de 1990 ni tenían la espectacularidad de los apoyos sectoriales ni su atractivo clientelar. Esas razones, las dificultades presupuestarias y los excesos ideológicos de los recién llegados al neoliberalismo, propiciaron la desaparición del ministerio que hubiera debido dedicarse a la empresa y su sustitución por un Ministerio de Ciencia y Tecnología cuyos resultados son, por el momento, bastante más que modestos.

La competencia es la clave de bóveda de una economía de mercado. Minusvalorar la contribución de una política dirigida a preservarla y extenderla sería tanto como negarse el objetivo de alcanzar una industria -servicios incluidos- competitiva. Pero de ello no se deriva que, en las condiciones actuales de construcción europea y de la globalización, se pueda prescindir de todo aquello que -junto con la competencia- contribuye, precisamente, a que las empresas puedan existir y desarrollarse en condiciones favorables. En todos esos terrenos es en los que nuestro país está fallando de modo considerable. Ni la formación general ni la profesional, ni la I+D+i, ni la financiación del capital riesgo, ni los apoyos a las pymes, por citar algunos ejemplos de situaciones en que los fallos del mercado aconsejan vigorosas intervenciones públicas horizontales, han tenido el avance necesario ni la dotación de medios adecuada.

Recientemente, en su Informe sobre la Competitividad Europea 2002, la Comisión ha dado a luz un enfoque parcialmente nuevo de las relaciones necesarias entre la política de la competencia y la política industrial (de la empresa) que profundiza y amplía las acciones necesarias hasta ahora admitidas por la ortodoxia. No es ajeno a esa reconsideración el hecho de que EE UU, objeto principal de la emulación europea, practique políticas que pueden reportar ventajas competitivas a sus empresas. Ni tampoco el hecho de que la ampliación sea una ocasión para reforzar las capacidades de la UE para la creación de nuevas redes, bautizadas como IPN (International Production Networks), al amparo de las destrezas formativas de los países del Centro y el Este de Europa y del menor nivel de salarios, tal y como EE UU y Japón se encargaron de crearlas en Asia.

John Zysman y Andrew Schwartz (Enlarging Europe: The industrial foundations of a new political reality), han recordado que la síntesis de lo que viene ocurriendo es la generalización del wintelismo (Windows+Intel) en áreas de la actividad económica distintas de las tecnologías de la información y las comunicaciones. Es decir, un desplazamiento de la competencia muy lejos del ensamblaje final de productos y el control vertical de los mercados por los productores finales. Lo que importa es que la capacidad de la empresa para ejercer poder de mercado se mueve, ahora, desde la marca o el simple dominio de costes y calidad hacia el control del mercado mediante la estandarización de los productos.

Ante un mundo en movimiento, la política de empresa y la política de la competencia tienen que adaptarse. En Europa, desde luego. No estaría mal que también lo hicieran en España.

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