Ecos de una huelga general
Juan Manuel Eguiagaray Ucelay sostiene que, con la reforma del sistema de desempleo, el Gobierno da prioridad a cambios muy parciales. Así, asegura, olvida reformas verdaderamente trascendentes para el mercado de trabajo
Nada más fácil que apuntarse a un bombardeo. Basta un poco de afán de aventura, cierto desprecio por el riesgo y una pequeña dosis de inconsciencia. O, si se prefiere, necesidad de poner un poco de emoción en la nada brillante vida cotidiana, tan plana como previsible. Pero esto reza con los grandes eventos, con las decisiones épicas, con los acontecimientos que señalan un antes y un después, aquellos de los que se decía antaño que cambiaban el rumbo de los acontecimientos, cuando no de la historia. Tengo dudas de que estemos en uno de ellos.
Hace tanto que no se habla de huelga general revolucionaria contra el sistema en que vivimos que las resonancias que permanecen en la apelación a la huelga general no son ya capaces de producir especial desasosiego social, salvo en el Gobierno contra el que se dirige la convocatoria.
Casi todo se va haciendo más ligero, hasta las convocatorias de huelga general. Como se ha repetido recientemente, el futuro no es ya lo que era. Y, al parecer, tampoco el presente.
El Gobierno dice que la convocatoria es política, pretendiendo con ello una calificación negativa de las razones de los convocantes. ¡Como si pudiera ser otra cosa que política una convocatoria al paro general de toda España! Y al reaccionar a la incomodidad de la convocatoria con la descalificación de los sindicatos y de quien pretenda entender sus razones, añade nuevos y mejores argumentos (nada como la exhibición de autoridad para generar la resistencia general) y amplifica la audiencia de los esgrimidos por los convocantes.
El paro es la primera preocupación de los españoles de acuerdo con las encuestas sociológicas. No estamos ante un asunto trivial. Lo que es criticable es que un Gobierno pueda equivocar tanto sus prioridades que ponga por delante una reforma muy parcial de algunos aspectos que afectan al mercado de trabajo, olvidando las reformas verdaderamente trascendentes.
El Gobierno ha situado, contra toda razón, la reforma de la protección por desempleo en el eje de la reforma laboral, aprobada ya por decreto ley. ¿Quiere esto decir que no hay abusos en la protección del desempleo o que no podría funcionar mejor? En absoluto. Pero el argumento del señor Aznar en virtud del cual los parados son responsables de su suerte y los cotizantes no tienen por qué financiar rentas de sustitución de los parados que no quieren trabajar es una burda -y demagógica- descripción de los problemas relevantes del mercado laboral español.
Con los datos en la mano, parece difícil sacar la conclusión de que la excesiva protección al desempleo sea el centro de nuestros verdaderos problemas, o un elemento especialmente distorsionante en la asignación de los recursos humanos. Téngase en cuenta que la prestación contributiva media se sitúa en 643 euros (107.000 pesetas) por mes, lo que representa alrededor del 50% del salario medio; el subsidio asistencial en 330 euros (55.000 pesetas) por mes, el 75% del salario mínimo interprofesional, y el subsidio agrario en 135 euros (22.460 pesetas) por mes.
Como reconocía el Gobierno en su Plan de Acción para el Empleo del Reino de España (2002): 'En todos los casos estudiados los ingresos netos trabajando, aunque sea a jornada parcial, son superiores a los que se obtiene en situación de desempleo'.
Puestos a señalar problemas que requieren atención urgente, se me ocurren algunos con mayor trascendencia sobre el futuro de nuestra economía y más relevantes para nuestro mercado de trabajo. La Comisión Europea ha formulado en diversas ocasiones que la bonanza de los equilibrios actuales de las cuentas de la Seguridad Social no puede esconder la urgencia de prevenir los efectos de nuestra estructura demográfica y bajísimas tasas de actividad sobre el sistema de pensiones. Pero lo que queda del Pacto de Toledo sigue su lánguida vida vegetativa sumido en los algodones y trompetas de la propaganda oficial.
El principal fracaso de la política laboral gubernamental estriba en su incapacidad para alterar las tasas de temporalidad (un 31,2% de los empleos son temporales; en 2001 el 91,3% de todos los celebrados), situadas 18 puntos por encima de la media europea. Para colmo, según la Inspección de Trabajo, el 48% de los mismos son fraudulentos. La preocupación por el problema sigue siendo retórica.
Aún se entiende menos que la ausencia de un verdadero Servicio Nacional de Empleo no se haya convertido en la principal prioridad de las reformas institucionales en un país en que la descentralización de las competencias administrativas ha dejado desmantelado y carente de eficacia la muy limitada que tenía acreditada el Inem.
Por último, la rigidez todavía atribuida a nuestro mercado de trabajo se verá apenas mejorada si no se hace frente a su principal problema, uno verdaderamente grueso, que es la estructura de la negociación colectiva.
Es muy posible que enfrentarse con estos asuntos haya parecido al Gobierno más incómodo y difícil que proyectar la reforma que comentamos. Esta apreciación sería plausible. Pero, al menos, de haberse planteado algunas de las reformas sugeridas habría una buena razón para tratar de comprender que estábamos ante un empeño del Gobierno dirigido al corazón de los problemas sociales. Ahora, cuando los asuntos serios se dejan de lado, resulta difícil entender por qué medidas parciales tan selectivas, y en algunos casos tan injustificadas, forman parte definitoria del interés general de España.
Probablemente no hay muchos defensores incondicionales de las huelgas generales. Ni siquiera de las dirigidas contra un Gobierno de la derecha. Sin embargo, muchos de ellos no encontrarán razones bastantes para oponerse a la que ahora se convoca y tratarán de consolarse contabilizando las muchas ocasiones en que, a lo largo de los últimos años, consideraron razonable la protesta frente al Gobierno.