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Tribuna
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Al límite de lo imposible

Cuando hace unos días un diputado de la oposición pretendía atacar al Gobierno preguntándose cómo había sido posible que ni el Banco de España, ni la CNMV, ni la Agencia Tributaria, ni el propio Gobierno -¡le faltó añadir la Santa Inquisición!- conociesen las anomalías contables en que el BBVA incurrió, estaba planteando una pregunta razonable y, simultáneamente, mostrando su desconocimiento de la realidad financiera. Sin duda, las presiones de la actividad parlamentaria, combinadas con los trabajos de partido, le habían impedido leer con atención la catarata de informaciones aparecida en las publicaciones especializadas -y no tan especializadas- con motivo del colapso del gigante energético americano Enron.

Lo más relevante de este caso es que dicha sociedad había dejado de ser un productor de energía para convertirse en un intermediario involucrado en múltiples mercados y actividades financieras. Para ello contó con la ayuda de entidades muy diversas que ahora purgan su pecado contabilizando las cuantiosas pérdidas que sus relaciones con Enron y su falta de cuidado en asegurarse, por ejemplo, que lo que parecía una póliza de seguro no era, en realidad, un préstamo, provocaron.

Y es que desde hace algunos años las actividades financieras se han convertido en un negocio basado en una sofisticada tecnología mediante la cual créditos, valores y las diversas modalidades de seguro son simples varillas de un abanico de productos caracterizados por riesgos emparentados pero muy difíciles de calcular por parte de los reguladores, que necesariamente van siempre por detrás de esas ingeniosas y peligrosas innovaciones.

Esa fronda de productos y prácticas financieras se traduce, primero, en que es bastante difícil conocer la auténtica realidad contable de las empresas que las llevan a cabo -llámense éstas Enron o JP Morgan-. Pero si a eso se añade que, como la primera puso de manifiesto, los auditores de aquéllas -por motivos múltiples y bien conocidos- fallan clamorosamente en sus obligaciones éticas y profesionales de informar a los mercados y a los reguladores de la situación exacta de las empresas que auditan, se comprenderá que los pobres inversores queden expuestos a todo tipo de engaños. Uno se preguntará cuál es la reacción de los supervisores, como hacía el diputado de marras; pero lo cierto es que éstos tampoco lo tienen nada fácil. Para empezar, las normas contables son un auténtico lío, con los americanos intentando defender su normativa contable (los llamados GAAP) y los europeos aprovechando la ocasión para intentar llevar el agua a sus propios criterios (los IAS).

Hablando de los supervisores, EE UU suele ser citado en este, y otros casos, como un modelo para Europa. Pues bien, ese país puede alardear de tener en la actualidad cuatro entidades reguladoras federales para el sector bancario, otra para los mercados de valores, una más para los de mercancías y añadir que cada Estado tiene a su cargo la supervisión de las compañías de seguros.

El resultado de esta abundancia de reguladores es la existencia de claras contradicciones en sus criterios y prácticas, diversidad que origina desequilibrios en el sistema financiero como los que permitieron a Enron operar en Wall Street como un Morgan Stanley pero sin estar sometido a supervisión alguna. Vista, pues, cuál es la situación en el país que ha sido pionero en cuestiones contables, auditoras y de regulación, no parece justo mesarse los cabellos por lo que en Europa, y más concretamente en España, sucede.

Pero no quiere esto decir que debamos abandonar toda esperanza de mejorar nuestros sistemas.

Es preciso discutir y aprobar cuanto antes una ley de auditoría, recordar que existen normas legales que hacen a los administradores responsables de los hechos de sus empresas, forzar lo que se conoce como 'buen gobierno de las empresas', impidiendo, por ejemplo, que coticen en Bolsa las que no lo cumplan, y proceder a una reforma profunda de la contabilidad española que unifique ésta sin perjuicio de conservar por el momento la diversidad de entidades supervisoras, cuestión que sí merecería la creación de una comisión de expertos que, en un tiempo razonable, elevase al Gobierno y al Parlamento sus conclusiones sobre si conviene, o no, ir al esquema de un único supervisor para todo el sistema financiero o continuar con la diversidad actual.

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