Paranoia por el petróleo
Los signos, parciales, débiles y fragmentados, que indican que la recuperación económica del mundo occidental está en camino, se han enfrentado a una posibilidad que ha hecho temblar a economistas y políticos: una nueva crisis del petróleo. La evidencia es que los precios del petróleo han aumentado significativamente desde el tercer trimestre de 2001, alrededor de un 50%. No obstante, esta alza no alcanza las dimensiones de las crisis energéticas anteriores cuando los precios se triplicaron.
Los aumentos podrían reflejar simplemente el hecho de que la demanda de energía se ha recuperado, precisamente por la aceleración del crecimiento. Pero, junto a ello, hay que tener en cuenta el conflicto de Oriente Próximo y la posición de Venezuela en la OPEP. Si otorgamos la confianza debida a las fuerzas democráticas a nivel internacional, no cabe sospechar de influencias económicas en el curso de recientes acontecimientos políticos, aunque sí se pueda reflexionar sobre el efecto inverso, de lo político a lo económico. El temor se ha desatado ante el anuncio de la suspensión de las exportaciones de petróleo iraquíes como protesta de la invasión israelí a territorios palestinos.
Con la excepción de Libia, Irán y la propia Venezuela, los principales productores de petróleo han desestimado secundar esta iniciativa, pero la posibilidad está planteada.
Los efectos de un alza de los precios sobre la economía dependerán de dos consideraciones: de la posición cíclica del área que sufre el impacto y, obviamente, de la magnitud y perdurabilidad de aquélla. Diversos analistas han elaborado distintos escenarios sobre cómo puede producirse la elevación de los precios del crudo. Las alternativas varían entre un alza elevada y sostenida (peor caso) que sitúe los precios cerca de 40 dólares por barril (dpb) y una elevación transitoria durante uno o dos meses, pero que vuelva a colocar los precios en la banda de 20 y 30 dpb.
El impacto principal se dejaría notar como merma de crecimiento económico. Dado el escaso dinamismo de las economías occidentales y la falta de capacidad de traslación de costes a precios, el efecto inflacionario no parece ser preocupante. En el peor de los escenarios se maneja una hipótesis de un impacto adicional de 0,6 o 0,8 puntos porcentuales sobre las tasas interanuales de inflación. Sin embargo, la merma de crecimiento implicaría que el PIB mundial aumentaría a una tasa inferior al 2% este año.
Los analistas destacan que esta situación implicaría el mantenimiento dos años consecutivos de un crecimiento débil. Hay que añadir que la tasa del 2% está muy por debajo de un crecimiento potencial y que conlleva una infrautilización de los recursos productivos. No serían, por lo tanto, buenas noticias para el empleo. Y resultarían dañados dos de los motores de crecimiento: los beneficios empresariales y la renta de las familias.
Parece también obvio que las expectativas de los consumidores, que producen una disposición de éstos más o menos favorable al gasto, dado sus rentas (el sentimiento), también resultarían deterioradas. Por lo tanto, no es de extrañar la voz de alarma ante la posibilidad de un alza de precios del crudo que resulte distorsionadora para las economías occidentales.
Pero lo que no se ha analizado con igual detalle es el efecto sobre los productores. Se debe considerar que la caída de precios ha frenado la demanda externa de los mismos, contribuyendo a la depresión generalizada. A EE UU le interesa exportar, para reducir su déficit externo, y vender activos financieros, para financiarlo. Por lo tanto, una recuperación de las economías emergentes sería bien recibida. Además, hay que estimar que, en conjunto, los productores están interesados en conseguir flujos de renta estables, por lo que les interesa una demanda de energía estabilizada y unos precios que no agosten la recuperación occidental. Precisamente Arabia Saudí, principal productor mundial, ha declarado que, en caso de embargo practicado por algunos países, hay reservas de producción para impedir una escalada de precios.
En resumidas cuentas, el temor súbito a una nueva crisis de energía refleja principalmente el nerviosismo por que existan nuevos factores que aborten la esperada recuperación. Es paradójico que, tras cerrar el siglo XX apoyando la idea de la posibilidad de un crecimiento perdurable de la nueva economía, comencemos el XXI analizando los conocidos efectos de un posible shock del petróleo.