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Columna
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La desilusión del Nobel Stiglitz

Josep Borrell

La crítica a los críticos de la mundialización neoliberal suele basarse en la falta de rigor económico de sus propuestas. Pero esta descalificación de principio es difícilmente aplicable a un premio Nobel de Economía, ex consejero del presidente Clinton, catedrático de Columbia y ex economista jefe del Banco Mundial como Joseph Stiglitz.

Coincidiendo con la segunda reunión operativa de la Convención para el futuro de Europa, en las librerías de Bruselas aparece su libro La gran desilusión. En él describe, desde una posición de disidente de la ideología dominante, los efectos humanos negativos de la ideología del todo-mercado.

Su lectura es reconfortante para los que arrastramos el sambenito de trasnochados keynesianos porque pensamos que el papel del Estado es fundamental para resituar la economía mundializada en un contexto social y político sin por ello convertirnos en militantes antiglobalización.

Stiglitz, que debe saber de lo que habla, es muy crítico con el papel que han jugado instituciones supranacionales, como el FMI, en la regulación de las crisis financieras que han afectado a los países emergentes. Recuerda que ese organismo fue creado en 1944 porque se estimaba necesario corregir el funcionamiento de los mercados y ha acabado convirtiéndose en campeón fanático de su hegemonía.

Así, el FMI es una criatura que ha escapado a las intenciones de su creador. Keynes se revolvería en su tumba si viera para lo que sirve lo que él contribuyó a engendrar. Lo cual no hace que Stiglitz se sume a los que piden la supresión del FMI, porque un organismo de estas características es hoy más necesario que nunca. Sus fracasos exigen una remodelación de sus objetivos y procedimientos muy difícil, por no decir imposible, en la actual relación de fuerzas mundiales.

Europa podría tener un papel fundamental en esa transformación. Si los Estados miembros de la UE sindicaran sus votos y actuaran como un solo agente global, como han hecho en la OMC, tendrían mayoría en el consejo del FMI y ya no podría escudarse en la criticada supremacía americana a la hora de evaluar sus actuaciones. Pero las discusiones que tienen lugar en el seno de la Convención demuestran cuán lejos estamos de querer confiar a la UE misiones así.

Y, sin embargo, en el escenario europeo surgen al menos iniciativas fuertes, como la propuesta de apertura comercial total a los países en desarrollo, con excepción del armamento ('tout sauf les armes'). Aunque estén lejos de la unanimidad, al menos prueban una preocupación por las desigualdades y una actitud voluntarista para corregirlas de la que no participa EE UU.

Las opiniones y los argumentos de Stiglitz puestos en boca de un dirigente político europeo le harían acreedor al calificativo de antiamericano primario que se asigna con facilidad tras de los acontecimientos del 11 de septiembre. Y, sin embargo, hay razones sobradas, y algunas muy recientes, para creer que, desde una posición que combina aislamiento y unilateralismo, 'los intereses comerciales han desplazado la preocupación por el medio ambiente, los derechos humanos, la democracia y la justicia social en la política estadounidense'.

El caso Enron demuestra la incapacidad de los mercados para autorregularse, la ineficacia que de ello resulta y el peligro para la democracia del sistema de financiación de las campañas electorales. Coincidentes en el tiempo, la crisis argentina, la sexta en seis años, y la relación Enron-Bush demuestran la necesidad de repensar las estrategias del FMI y la relación entre los intereses financieros y el poder político. Ambos fenómenos son el reflejo de los peligros de lo que Stiglitz llama 'el capitalismo de connivencia', del que buenos ejemplos tenemos también en nuestro país.

Se comprenden las desilusiones del Nobel convertido en feroz y documentado crítico de las terapias de choque impuestas a los países pobres por los doctores de la finanza mundial que consideran inevitable el sufrimiento social, cuya dimensión no evalúan, para superar la crisis.

Pero mantiene la esperanza de que, tras el 11 de septiembre, se comprenda que la pobreza es terreno abonado para la alineación que empuja al ser humano al terrorismo suicida; que la mundialización mundializa los peligros y plantea nuevos problemas de transparencia y acceso a la información; que el dinero negro circula por los mismos circuitos que el sucio, incluso el manchado con sangre; que el secreto bancario y los centros financieros off-shore encubren tanto el fondo de pensiones multimillonario del gran ejecutivo bancario que pide moderación salarial para mejor luchar contra el paro como la fortuna del dirigente del tercer mundo construida con las ayudas al desarrollo, como los dólares que financian el terror.

Pero los acontecimientos de Oriente Próximo, la permisividad de EE UU y la impotencia europea presagian nuevas desilusiones al contestatario Nobel.

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