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Columna
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Crecientes desigualdades regionales

Una de las inequívocas responsabilidades de un Estado es el intentar conseguir el desarrollo armónico de sus regiones, en cumplimiento del más básico deber de solidaridad territorial. La propia Constitución española en su artículo 138 consagra expresamente esa responsabilidad cuando afirma: 'El Estado garantiza la realización efectiva del principio de solidaridad..., velando por el establecimiento de un equilibrio económico, adecuado y justo, entre las diversas partes del territorio español...'. Tan destacado le pareció a los padres de nuestra Carta Magna este objetivo, que vuelven a explicitarlo en su artículo 158.2, que textualmente reza: 'Con el fin de corregir desequilibrios económicos interterritoriales y hacer efectivo el principio de solidaridad, se constituirá un fondo de compensación con destino a gastos de inversión, cuyos recursos serán distribuidos por las Cortes Generales entre las comunidades autónomas...' .

El propio Tratado de la Unión Europea proclama como una de sus prioridades el desarrollo equilibrado de los Estados y regiones que la componen, estableciendo importantes instrumentos de solidaridad, como los fondos estructurales y los fondos de cohesión, que suponen un tercio de su presupuesto total. España ha sido el país más beneficiado por esta financiación, a la que debemos la elevada inversión en infraestructuras desarrolladas durante las últimas décadas. Los países de la Unión Europea, gracias a las políticas de convergencia y a los fondos estructurales, han disminuido sus diferenciales de renta, lo cual constituye un éxito, relativizado al bajar a la comparación entre regiones.

Años después de la promulgación de la Constitución de 1978 y la descentralización autonómica, deberíamos preguntarnos: ¿han disminuido las diferencias económicas entre las distintas regiones españolas como nos propusimos constitucionalmente? La respuesta, desgraciadamente, es negativa. Las diferencias no sólo no se han reducido, sino que, por el contrario, se han incrementado. Debemos preguntarnos el porqué de este fracaso colectivo. Tan sólo de la reflexión y de la honesta autocrítica podremos encontrar las causas que originan ese preocupante desequilibrio.

Tengo sobre mi mesa tres informes recientes, uno titulado La evolución económica de las provincias españolas (1955-1998), publicado por la Fundación BBVA; un segundo, El informe España 2002, elaborado por la Fundación Encuentro, y un tercero, El papel del Estado en el mantenimiento del equilibrio económico territorial en España, presentado por el Círculo de Economía de Cataluña. Los tres, elaborados de forma independiente, llegan a conclusiones muy similares: durante los últimos 20 años las diferencias de renta entre las regiones se han incrementado.

La comunidad de Madrid es la que presenta un mayor incremento de renta, al pasar, en valor añadido bruto per cápita con respecto a la media nacional, de un 110,60 en 1980 hasta el valor más elevado en el 2000, un 134,11. Cataluña también obtiene una moderada subida, desde un 114,27 hasta un 121,47 en el 2000. Los madrileños eran algo más pobres que los catalanes en 1980, pero ahora son sensiblemente más ricos, y esta tendencia tiende a acusarse en el futuro. La sociedad catalana ha sido la primera en denunciar esta tendencia, a través del informe del Círculo de Economía que tanta tinta hizo correr, pero al que nadie pudo desmontar sus rotundos argumentos. El presidente del círculo, Salvador Gabarró, incluso aventuró que con el actual modelo Madrid corre el riesgo de convertirse en una megaurbe incontrolable del tipo de México DF, respondiendo al tradicional modelo de los países en vías de desarrollo que concentran todo el poder político y económico en la megalópolis capitalinas.

Pero si éste es el debate entre Cataluña y Madrid, ¿qué decir de las regiones más pobres, como Andalucía, Castilla-La Mancha o Galicia, que han retrocedido severamente en renta?

Deberíamos analizar las causas de estos crecientes desequilibrios, que no deben exclusivamente justificarse por la diferente actitud y aptitud empresarial de sus poblaciones. Cuando se puso en marcha el proceso autonómico, se transfirió mucho poder político y de gestión presupuestaria a las nuevas capitales regionales. He leído algunos artículos de la época, en los que llegaban a vaticinar el seguro y fuerte retroceso económico de Madrid, al perder su centralidad política. Pues bien, el resultado ha sido exactamente el contrario, Madrid concentra renta de forma creciente, y se convierte en domicilio social de casi todas las grandes compañías, tanto españolas como extranjeras.

Algunas de las causas de esta concentración tienen naturaleza exclusivamente económica, y nos vienen impuestas de fuera, por una globalización que prima la concentración empresarial a través de las fusiones y adquisiciones. Pero otras causas sí tienen base en decisiones políticas, que son en las que debería incidir el Estado, para lograr disminuir esas diferencias. Tomo prestadas algunas de las propuestas del Círculo de Economía, que considero válidas para plantear el necesario debate. En primer lugar, la concentración de todas las agencias e instituciones estatales en Madrid, como la CNMV, Comisión de la Energía, etcétera; en segundo lugar, el diseño radial de todas las vías de comunicación, relegando las vías periféricas (como el AVE mediterráneo, por ejemplo), o las distintas políticas de tráfico aéreo, que convierten a Barajas en entrada y salida obligada en nuestro país.

Se podrían poner más ejemplos, pero no cabe duda de que existen determinados elementos no estrictamente presupuestarios que el Estado puede aplicar para intentar compensar la fuerte tendencia actual de concentración registrada en Madrid de la riqueza y los centros de decisión.

Si realmente nos creemos que el Senado es la cámara de representación territorial, se debería constituir una comisión, con representantes de todos los grupos políticos y Gobiernos autonómicos, para realizar un diagnóstico de la situación y aprobar, posteriormente, una serie de recomendaciones.

Ahondar en las diferencias de renta entre las regiones, tolerando concentraciones de riqueza y descuelgues de las regiones más pobres, abrirá crecientemente la puerta a los agravios comparativos y al descontento territorial. Una España desequilibrada es el peor modelo para un proyecto común de país, el único que nos puede unir a todos.

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