El nuevo liderazgo
La gestión de la reputación corporativa -se ha dicho muchas veces últimamente- constituye el fenómeno más emergente del management de los últimos años. Las razones de la revalorización de un concepto tan tradicional y castizo como el de reputación, y su identificación con la gestión empresarial, son diversas.
En primer lugar, la noción de reputación ha desplazado a la de excelencia empresarial, un término popularizado a partir de 1982 por Peters y Waterman a través del inefable In search of excellence. El concepto de excelencia tuvo su década prodigiosa, pero, dada su insuficiente formalización, nunca logró convertirse en una guía para la gestión empresarial.
La reputación, sin embargo, es la consecuencia de un conjunto preciso de factores o variables reputacionales que van desde los resultados económico financieros que obtiene una empresa hasta su responsabilidad social, pasando por el valor comercial de su oferta, la calidad laboral, su capacidad de innovación, etcétera; factores, todos ellos, que no sólo pueden orientar el management de una compañía, sino que constituyen en sí mismos auténticos principios para la gestión de las políticas estratégicas de cualquier empresa.
La creciente revalorización de los llamados activos intangibles -multiplicada aún más por la globalización económica- ha abonado el terreno para el florecimiento de la reputación en la dirección. Esta clase de activos, entre los que destacan, además de la reputación, la marca y la cultura corporativa, es una continua fuente de valor para aquellas empresas que han incorporado su gestión al management general de la compañía, adoptando políticas de eliminación de riesgos (estar presente en un paraíso fiscal, por ejemplo, es un riesgo para un banco); iniciativas positivas con clientes o empleados; o, simplemente, siendo proactivos y asumiendo compromisos a los que una empresa no está obligada por ley (por ejemplo, fiscalizar su producción externalizada para controlar las materias primas empleadas o las condiciones laborales de sus proveedores).
La reputación corporativa, no obstante, se identificaba en el imaginario colectivo de los altos directivos empresariales como un valor añadido para cualquier empresa, pero que uno sólo se podía permitir en épocas de bonanza, ya que, pese a sus ventajas, tener una buena reputación era gravoso.
Afortunadamente, en los últimos años han aparecido suficientes evidencias empíricas que demuestran lo contrario. Por ejemplo, las empresas que ocupan el top ten del Dow Jones Sustainability Index aumentaron su valor en Bolsa un 5,3% más, durante el quinquenio 1994-1999, que las 10 mejores empresas del Dow Jones Global Index, uno de los principales índices de referencia de los mercados financieros, en igual periodo.
En el mismo sentido debe leerse el dato facilitado por Vergin y Qorongleh, dos expertos estadounidenses que han investigado la influencia de la reputación en la revalorización bursátil, llegando a la conclusión de que durante 13 años, los comprendidos entre 1983 y 1996, las 10 primeras compañías con mejor reputación de Fortune se revalorizaron un 22,2%, incluyendo dividendos, frente al 16,3% de las 10 primeras del Standard & Poor's 500 durante el mismo periodo.
Podrían citarse numerosas razones que evidencian el valor de la reputación empresarial: su poder de diferenciación, que actúa como el mejor antídoto contra el virus más peligroso -la indiferenciación -que asola los mercados; la facultad para atraer y mantener el talento en las organizaciones; la fidelización que supone para muchos clientes; el incremento del valor económico de las marcas… pero, sin duda, y por muy importantes que sean todos los argumentos anteriores, la principal potencialidad de la reputación corporativa es que, en la actualidad, constituye el factor clave del liderazgo. Dicho de otra manera la reputación corporativa es hoy una conditio sine qua non para el liderazgo empresarial.
La noción clásica de liderazgo, asociada tradicionalmente al tamaño y al valor bursátil, está siendo desplazada por lo que podemos denominar el liderazgo reputacional, debido a que fenómenos, como la mergermanía que se ha vivido en todo el mundo en los últimos tiempos, han supuesto un cambio continuo de los liderazgos asociados al tamaño. Además, hace ya una década que los grandes portaaviones bancarios japoneses demostraron que ser los más grandes no era garantía de nada. El liderazgo reputacional no da la espalda a las variables clásicas del liderazgo, sólo las relativiza al ponerlas en relación con otras de naturaleza más emocional e intangible. Por supuesto que una dimensión suficiente sigue siendo imprescindible para ser líder, pero ello no significa necesariamente ser el más grande.
Otro aspecto importante relacionado con el liderazgo reputacional tiene que ver con los resultados económico financieros. La empresa líder en reputación debe estar en el podio de los resultados sectoriales, pero debe asimismo equilibrar su orientación hacia los resultados con otras que respondan al nuevo rol que las empresas cumplen actualmente en la sociedad y que tienen que ver con su compromiso para establecer relaciones duraderas con sus clientes, empleados y con las comunidades en las que se desenvuelven.
No se trata de reivindicar una visión naíf de la empresa como a veces se hace desde posiciones críticas, cuando se pide que ésta asuma responsabilidades que tradicionalmente han correspondido a los Estados, pero mucho menos de considerar que la maximización de los beneficios todo lo justifica, incluso los despidos masivos.