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Columna
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¿Pueden ser las empresas socialmente responsables?

Una empresa, por definición, no es una ONG dedicada a fines altruistas, ni una organización de caridad. Una empresa existe porque desarrolla un proyecto económico del que sus titulares obtienen una rentabilidad aceptable. Cuando tal cosa no ocurre, las empresas son barridas del mercado por otras que lo hacen mejor o, en el mejor de los casos, vegetan hasta que ocurre lo inevitable, que cierran.

En ambos casos, se produce un derroche de recursos sociales, una inadecuada utilización de los medios materiales, financieros y humanos, puestos en el proyecto. Esto es lo que prescribe la teoría y lo que, en trazos gruesos, confirma la realidad de los mercados competitivos.

En una economía socialmente avanzada, la identificación de los fines de la empresa con la mera obtención del máximo beneficio a corto plazo no resiste el análisis. Las empresas se ven confrontadas con demandas de actuación y limitaciones en su comportamiento que provienen de su propio seno ­trabajadores, gestores, accionistas­, de la red de relaciones necesaria para su negocio ­proveedores, clientes, financiadores­ y del entorno social en que desarrollan su actividad ­Administraciones públicas, comunidad local, grupos de intereses económicos y sociales, etcétera­.

Una gestión limitada a la satisfacción de los deseos de los accionistas, como la que habitualmente aparece en los análisis financieros es, con frecuencia, una gestión incompatible con la visión del largo plazo y la supervivencia de la empresa como proyecto solvente. Nada tiene de extraño que el enfoque de los stakeholders haya adquirido predicamento como parte de una visión más amplia de la empresa como institución básica de la vida económica y social.

La relevancia que determinados aspectos del comportamiento empresarial tiene para el logro de objetivos socialmente deseables ha dado lugar al concepto de Responsabilidad Social Corporativa (RSC), cuyo incipiente desarrollo en Europa apenas ha tenido traslación a nuestro país. La Comisión Europea en un reciente Libro Verde (Promoting a European framework for Corporate Social Responsibility, 18 de julio de 2001) diseñaba las bases de esta idea, sus mecanismos de promoción y verificación y la estructura de un esquema europeo de exigencia de la RSC, asentado tanto en la regulación como en la asunción voluntaria por las empresas.

Para resumir, la RSC se asienta en el cumplimiento por las empresas de determinados baremos de comportamiento que acreditan su compromiso con valores sociales: el respeto al medio ambiente, el cumplimiento de la legislación social, los derechos humanos básicos, determinados principios éticos, etcétera. Todos ganaríamos mucho socialmente si se revelase que las empresas, además de las respetables convicciones que inspiran a sus dirigentes, tienen poderosas razones económicas para acreditar un comportamiento socialmente responsable. Dicho de otro modo, sería tranquilizador constatar que la expresión el negocio es el negocio, resulta compatible con las actitudes socialmente plausibles.

Cabría pensar, por ejemplo, que el poder de la opinión pública, al menos en ciertos casos, pudiera acompañar a la legislación para conseguir que los comportamientos empresariales resultaran más ejemplares. Efectivamente, los costes de la pérdida de reputación para ciertas empresas resultan importantes, como pueden atestiguar los casos de Nike, a propósito de la eventual utilización de mano de obra en condiciones socialmente inaceptables, o de Monsanto, en relación con la comercialización de semillas de soja genéticamente modificadas.

Pero no son sólo los costes de un comportamiento socialmente rechazable los que han de ser tomados en consideración. Visto desde una perspectiva positiva, acreditar comportamientos socialmente plausibles puede ser una manera eficaz de mantener mercados o de ampliarlos. No se entendería de otro modo el interés de muchas empresas por la exhibición de ecoetiquetas, por poner un conocido ejemplo, como mecanismo de aceptación social, digamos de marketing.

Algo parecido ocurre por el lado de la inversión. Uno de los descubrimientos de los últimos años es que los fondos de inversión llamados éticos ­materializados en valores de empresas que no tienen que ver con la producción de armamento o de tabaco, respetan los derechos humanos y expresan su compromiso con los valores medioambientales­ han tenido rentabilidades tan buenas o superiores a la de los fondos tradicionales. En estas condiciones, no puede extrañar el importante desarrollo que, en países como EE UU, han conocido estos fondos en los últimos años.

Todo este elenco de ideas, plasmadas en documentos como el Global Compact de Naciones Unidas(2000), la Declaración Tripartita de Principios de la OIT sobre las empresas multinacionales y la política social o el Código de Conducta de las Empresas Multinacionales de la OCDE, y otros muchos de origen privado son los que la iniciativa de la Comisión Europea pretende convertir en realidad.

Ello exige, desde luego, el acuerdo sobre los estándares de juicio utilizados, es decir, la normalización de los criterios aceptables. Y, además, la transparencia (accountability) necesaria para su verificación por la comunidad, ayudada por auditores especializados. Un terreno éste de singular importancia cuando el asunto Enron ha vuelto a colocar en el aire la pregunta: ¿quién controla al controlador…?

Algunos países como el Reino Unido, Alemania y Francia han aprobado ya normas jurídicas que, por ejemplo, obligan a sus fondos de pensiones a dar cumplida información pública del papel que desempeñan los criterios de responsabilidad social a la hora de materializar en valores financieros los recursos que administran.

Una iniciativa similar acaba de ser presentada por el grupo parlamentario socialista en el Congreso de los Diputados. El efecto es obvio: las principales empresas encuentran incentivos para acreditar el cumplimiento de estos estándares de responsabilidad social, con el fin de merecer la calificación de los fondos de pensiones. Es un comienzo. Pero hay muchas otras cosas por hacer.

La ausencia de iniciativas por parte del Gobierno no debiera impedir a la oposición el necesario impulso en tan sugerente campo.

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