La Iglesia católica y la Constitución
En los últimos meses la Iglesia católica ha estado en el epicentro de tres intensas controversias que no sólo han subrayado su delicado encaje en una sociedad democrática-constitucional sino que han revelado actitudes que cuesta comprender, y menos justificar, en nuestros días.
Me refiero a los casos de los profesores de religión despedidos por decisiones difíciles de justificar del correspondiente obispo, al intento de negativa a entregar documentación en un caso de presunta estafa de un intermediario bursátil y, por último, a la suspensión de un sacerdote que públicamente se declaró homosexual.
Mucho y ligeramente se ha escrito a propósito de los tres casos; y digo ligeramente porque a la actitud de oscurantista defensa que la Iglesia ha hecho de sus tesis se ha respondido con argumentos que ignoran la auténtica trascendencia de lo que en el fondo es una seria cuestión constitucional. Intentaré explicarme.
Una democracia constitucional no debe interferir en las creencias religiosas de sus ciudadanos ni negar a las instituciones que aquellos eligen para practicar sus valores espirituales la necesaria protección en cuanto es parte de su deber general de proteger la libertad, en este caso la religiosa.
Pero en nuestras sociedades, las confesiones religiosas están por tanto obligadas a acatar las normas civiles, penales y laborales que esa sociedad libremente se ha dado en cumplimiento, entre otros, de ese valor excelso que es la igualdad. Cierto que esa obligación podría tener alguna excepción; sin ir más lejos, aquella o aquellas que dimanan de normas que atacan directamente los fundamentos de esas confesiones sin al mismo tiempo ofrecer al Estado la justificación que su incumplimiento socava irreparablemente sus valores constitucionales esenciales.
En ese orden de cosas, la imposición a la Iglesia de mujeres como presbíteros basándose en que su exclusión constituye una discriminación sexual intolerable es un buen ejemplo, como lo son la defensa de sacerdotes que no observan el celibato o se declaran homosexuales basándose en una visión laica de la sexualidad, o incluso la crítica a la negativa de la Iglesia a emplear como profesores de religión a quienes no comparten las convicciones básicas de la doctrina católica.
Pero como se trata de cuestiones muy delicadas conviene andarse con pies de plomo y esto reza especialmente para la Iglesia, ya que la inmensa mayoría de las leyes civiles, penales y laborales de un Estado constitucional y democrático como el nuestro deben ser perfectamente asimilables y aceptadas por ella.
La aplicación de este principio a los casos de los profesores de religión cuyos contratos no han sido renovados por voluntad de algunos obispos es ciertamente complicada -como así lo demuestran las sentencias contradictorias de tribunales como el Superior de Justicia de Cataluña o un juzgado de lo Social de Málaga- y quizás no haya otro remedio que acudir finalmente a la opinión del Constitucional para que se pronuncie sobre la interpretación de los acuerdos con la Santa Sede de 1979.
El intento de negar documentación amparándose en que esos mismos acuerdos amparan la inviolabilidad de los archivos y registros de la Iglesia en una posible causa penal no se tiene en pie y la propia Iglesia parece haberse dado cuenta de ello.
El caso del parlanchín sacerdote que se confiesa homosexual en una entrevista concedida a una cadena de televisión podrá juzgarse con cierta benevolencia desde la óptica de tolerancia corrientemente admitida en una sociedad tan sexualmente avanzada como la española de hoy en día, pero es prudente dejar que sea la Iglesia, su Derecho Canónico y la opinión de sus fieles quienes lo discutan y, acaso, comiencen a reflexionar sobre lo adecuado o no hoy en día de las sanciones adoptadas.
Los demás, empezando por la prensa, deberíamos mostrarnos más prudentes de lo que lo estamos siendo. Precisamente como demostración de cuánto valoramos la libertad que decimos ensalzar y defender.