No es por casualidad que el fuego carbonice la España abandonada
La negligencia va más allá de las competencias y afecta a todos los niveles de la Administración

Este año marcará el negro récord de contabilizar la mayor cantidad de hectáreas arrasadas por el fuego en España y, si los gobernantes no lo remedian, que no tiene pinta, será superado en poco tiempo por años más negros aún, porque las circunstancias que envuelven este fenómeno llevan el marchamo de agravarse. No es por casualidad que las víctimas más señaladas sean las abandonadas zonas rurales de la España abandonada, en las que la población envejece y declina a velocidades de vértigo y en las que las intenciones políticas de regeneración se han quedado en la palabrería propagandística cuatrienal.
No es por casualidad: es por la negligencia reiterada de todos los escalones gubernativos, desde el Gobierno de la nación y sus apéndices delegados, hasta el consistorio más modesto de la pedanía más escondida, pasando por las comunidades autónomas, que practican la política a demanda de las circunstancias sin planificación y prevención alguna. Unos por otros, y tras episodios en años pasados que deberían haber servido de alertas de peligro que quedaron en el olvido, este año el país ha ardido de punta a punta y al menos ha sacudido la modorra de los políticos para abrir un debate en el que quien no esté a la altura quemará toda su reputación y su futuro. Eso sí, por el camino, toda la sociedad ha asistido al espectáculo de repugnante politiqueo al que están siempre prestos, mientras se abrasaban vidas y haciendas.
El fuego, cuando prende, funciona como el implacable rey de la selva, y las víctimas primeras son siempre las más lentas de la manada, las más débiles, las más abandonadas. Y en este caso han sido las zonas más deprimidas del país, la cacareada y no atendida España vacía, la que ha pagado el peaje, tras años de deterioro de sus montes, bosques y parajes naturales, que han sido presa fácil de un verano más seco y caluroso de lo habitual. Hay también casos donde el fuego tiene el propósito de hacer sitio para que en vez de pinos florezcan ladrillos; pero ese es otro tema.
León, Orense y Zamora son las tres provincias con la población más envejecida del país, las tres ya con más pensionistas que cotizantes (0,99, 0,84 y 0,95 cotizantes por pensionista, respectivamente), y con una pérdida de pujanza demográfica aterradora en las últimas décadas. No han sido sus montes los únicos arrasados, pero sí los que lo han sufrido con más intensidad y con menos medios para hacer frente al fuego. Salamanca, Palencia, Cáceres o Soria han estado también en vilo, todas ellas víctimas también del invierno demográfico, aunque el fuego sin fronteras no ha respetado prácticamente a ningún territorio.
Pero en el caso de la España vacía hay una relación directa entre su situación de penuria demográfica y económica, la voracidad de los incendios y la lacerante falta de medios humanos y técnicos para combatirlos. Mientras España en los últimos 50 años ha elevado su población en un 42%, casi a un ritmo vigoroso de un 1% anual, León ha perdido al 20,4% de sus moradores, Orense, al 31%, y Zamora, a un dramático 35,6%. Salamanca, pese a su poderoso arraigo y tradición universitaria, ha cedido un 14%; Palencia, un 21%, pese a ser un pequeño oasis industrial del automóvil; y Soria, que sigue siendo el más vasto páramo castellano con la más modesta densidad demográfica del país, ha perdido el 23% de su población desde 1971.
El declinar de la población por sí solo no justifica nada, pero unido a otras circunstancias tiene un efecto multiplicador en la crisis de los incendios manifestada con toda crudeza este verano. La España abandonada, a la que se ha llegado por la endémica ausencia de políticas integradoras del territorio, e intensificadas con la división administrativa autonómica, está doblemente vaciada, porque tenía una mayor intensidad agrícola y ganadera en su estructura productiva, que se ha debilitado aceleradamente con el envejecimiento sin relevo del colectivo que explotaba la agricultura y ganadería de tales provincias.
En Castilla, Extremadura y Galicia hay decenas de pueblos de pujante pasado agrícola y ganadero donde no queda ya ni una sola explotación y donde las fincas desconocen quién es su dueño. La reducción de las explotaciones ganaderas extensivas, que autorregulaban los montes, y la contracción del espacio cultivado en el extensísimo secano han dejado abandonadas a la maleza y al estado cuasi selvático a miles y miles de hectáreas con las que ahora el fuego se divierte.
Y han sido colaboradoras necesarias las integristas políticas medioambientales, que impiden limpiar los montes a los nativos mientras renuncian a hacerlo sus responsables institucionales, y que proporcionan gasolina vegetal en abundancia a los incendios. Tal integrismo, y la ausencia de políticas de prevención a todos los niveles, impide practicar el tradicional aforismo de que los incendios se apagan en invierno.
Este año el fuego ha calcinado ya más de 350.000 hectáreas, con algunos de los incendios más voraces de la historia, superando el récord que tenía el ejercicio 2022, según el Sistema Europeo de Información sobre Incendios Forestales. Pero este año el presupuesto para cuidado de los bosques, prevención y extinción es notablemente más bajo que hace 15 años (1.742 millones en 2009, frente a los 1.295 de este año). Y aunque la competencia en la materia es autonómica, y es de sus fondos de donde debe salir el esfuerzo para esas tres actividades, ayuda poco que llevemos tres años sin presupuesto nacional nuevo y nada menos que 15 con deficiencias en las cuentas autonómicas por incapacidad política para renovar el ajado sistema de financiación regional.
Seguramente las energías consumidas en vulgares acusaciones políticas cruzadas, en pisarse la manguera unos a otros mientras España se quema, habrían estado mejor empleadas en buscar consensos y soluciones para que el año que viene, o el siguiente, no sumen más tragedia a la actual. Los municipios más castigados tienen poca capacidad de maniobra, porque ni vecinos censan. Pero doy fe de que todos los ayuntamientos de la España vacía organizan cada verano una semanita de festejos que a duras penas pueden financiar, y cuyo esfuerzo estaría mucho mejor empleado en cuidar los montes; si el Gobierno y la Consejería de Medio Ambiente les dejan, claro. Tengo ante mí el programa de festejos de un municipio menesteroso, donde más vaciada está España, que escasamente llega a mil moradores contabilizando su media docena de pedanías, pero que ha agraciado a nativos y a quienes solo aparecen por allí en tiempos de verbena con nueve días de festejos, con sus noches.
Buscar la solución en llenar la España abandonada es ya imposible, porque llegamos 40 años tarde, aunque nada menos que una vicepresidencia nacional adorna sus atributos con el pretencioso y alentador añadido de “y Reto Demográfico”, del que nada se sabe.
José Antonio Vega es periodista

