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GUERRA COMERCIAL
Tribuna
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La quimera de repatriar empleos industriales: por qué la política comercial de Trump desafía las leyes económicas

EE UU no abandonó su sector manufacturero por casualidad, sino que se especializó progresivamente en servicios de alta tecnología, finanzas, entretenimiento y otros sectores donde su ventaja comparativa es mayor

Trabajadores de una fábrica en Lesotho producen pantalones Levi's para el mercado estadounidense, el pasado abril.

El presidente Donald Trump inició su segundo mandato con una promesa que tuvo una relevante resonancia entre su base electoral: devolver los empleos industriales a suelo estadounidense. No en vano, recientemente declaró, desde la Casa Blanca, que su administración está “… en una misión para hacer de América la superpotencia manufacturera del mundo una vez más”. Para ello, y para eliminar los déficits comerciales que según él liman su capacidad de producción, ha desarrollado su estrategia (visceral y equivocada) de imponer aranceles de hasta un 145% a productos chinos y un mínimo del 10% a todos los socios comerciales. Trump sostiene que estas medidas “obligarán” a las empresas a repatriar sus fábricas y, con ellas, millones de empleos industriales perdidos en las últimas décadas.

La respuesta de China no se hizo esperar, adoptando un cariz inesperado. En lugar de limitarse a represalias arancelarias, las redes sociales chinas se han inundado de memes y videos generados por inteligencia artificial que muestran a estadounidenses —incluyendo caricaturas del propio Trump y de Elon Musk— trabajando exhaustos en líneas de ensamblaje y fábricas textiles. Esta campaña viral, que ha contado incluso con la participación de funcionarios del gobierno chino, ridiculiza la idea de que los estadounidenses estén dispuestos o capacitados para retomar estos trabajos industriales.

Pero lo cierto es que la promesa de Trump choca frontalmente contra principios fundamentales de la economía internacional que han modelado nuestro mundo durante siglos. El primero de ellos es la ventaja comparativa, concepto acuñado por David Ricardo hace más de 200 años y que sigue siendo relevante hoy. Estados Unidos no abandonó su sector manufacturero por casualidad, sino que se especializó progresivamente en servicios de alta tecnología, finanzas, entretenimiento y otros sectores donde su ventaja comparativa es mayor. No en vano, esa especialización le reporta dinámicas de rentas y crecimiento sin duda poderosos. A cambio, cedió la producción de bienes intensivos en mano de obra a países con abundancia de este factor productivo y costes laborales inferiores.

Los economistas suecos Eli Heckscher y Bertil Ohlin, ya a mediados del siglo XX, refinaron esta explicación, contándonos precisamente por qué este intercambio resulta mutuamente beneficioso: cada nación exporta los bienes que utilizan intensivamente sus factores abundantes e importa aquellos que requieren factores escasos en su territorio. En 2024, Estados Unidos cuenta con aproximadamente 13 millones de trabajadores en el sector manufacturero, mientras China tiene cerca de 100 millones. Esta disparidad no es accidental, sino el resultado de la especialización basada en la dotación de factores.

Pero la realidad del comercio internacional contemporáneo es aún más compleja que lo que estos modelos clásicos sugieren y algo sobre lo que al parecer Trump y sus seguidores no logran comprender (o al menos hasta que le ha visto las orejas del lobo en los mercados). Ya no vivimos en un mundo donde simplemente se exportan e importan productos terminados. El comercio del siglo XXI se articula en torno a cadenas globales de valor, donde el diseño, los componentes, el ensamblaje y la distribución de un solo producto pueden involucrar a docenas de países. Hemos visto infografías de un iPhone, mostrando que contiene piezas de más de 40 naciones diferentes antes de ser ensamblado en China y exportado globalmente.

Estas cadenas de valor no se formaron por decreto político, sino por la búsqueda sistemática de la eficiencia productiva. Pretender desenredarlas mediante la imposición de aranceles es como intentar deshacer una madeja de lana tirando de un solo hilo: más probable es que se rompa el tejido económico completo a que se reestructure ordenadamente según los deseos de Washington.

La administración Trump parece ignorar también la naturaleza de los empleos que se perdieron. La automatización, más que el comercio internacional, ha sido responsable de buena parte de la contracción del empleo industrial en Estados Unidos. Aquellas fábricas que pudieran repatriarse, si es que esto sucediera, lo harían con más robots y menos puestos de trabajo que cuando se fueron. Un estudio reciente de CNBC revela que los ejecutivos de cadenas de suministro consideran “altamente improbable” que los aranceles de Trump generen un bum manufacturero estadounidense, citando los elevados costes, la falta de infraestructura adecuada y la escasez de mano de obra cualificada para estos sectores. Ir contra las fuerzas del mercado y la dotación natural de factores productivos resulta extraordinariamente ineficiente.

Y esto se puede comprender cuando debes imponer aranceles muy elevados para tratar de repatriar la industria. Los aranceles son, en esencia, un impuesto que pagan principalmente los consumidores domésticos. Por lo tanto, podemos pensar que estos aranceles medirían, en caso de atraer industria, el diferencial de las ventajas comparativas. Así, la administración Trump está pidiendo a los estadounidenses que acepten precios más altos en prácticamente todos los productos para financiar una transformación industrial que, en el mejor de los casos, crearía empleos a un coste por puesto de trabajo astronómicamente superior al de cualquier programa público convencional.

El verdadero problema de Estados Unidos, y no solo en este país, no es que perdiera empleos manufactureros —un proceso natural en el desarrollo económico de países avanzados— sino que fracasó en desarrollar mecanismos adecuados para absorber a quienes quedaron desplazados por estos cambios. El estado de bienestar estadounidense, notablemente más débil que el de otras economías desarrolladas, dejó a millones de trabajadores sin redes de seguridad efectivas, sin reconversión profesional y sin oportunidades en los nuevos sectores económicos emergentes.

Según datos del Banco de la Reserva Federal de Chicago, las consecuencias del desplazamiento laboral son profundas y duraderas para los trabajadores afectados. Muchos nunca recuperaron sus niveles previos de ingresos, enfrentando períodos prolongados de desempleo y sufriendo deterioros en su salud física y mental. Y mientras el quintil inferior de hogares estadounidenses subsiste con un ingreso promedio bajo para los estándares del país, gran parte del cual proviene de beneficios no monetarios, el sistema de protección social sigue siendo insuficiente para garantizar una transición digna hacia la nueva economía.

La solución no está en pretender revertir décadas de especialización económica y globalización mediante decretos arancelarios, sino en fortalecer las políticas educativas, la formación continua, las redes de protección social y la inversión en sectores emergentes donde Estados Unidos puede mantener su ventaja competitiva. Los subsidios para energías renovables, inteligencia artificial o biotecnología crearían empleo de mayor calidad y más sostenible que forzar el retorno de fábricas textiles o de ensamblaje.

La nostalgia por una era industrial dorada puede ser electoralmente rentable, pero económicamente es un espejismo. El mundo ha cambiado, y la política comercial estadounidense debería adaptarse a esa realidad en lugar de librarse a la quimera de repatriar empleos que, en su forma original, ya no existen ni volverán a existir.

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