Trump, el mayor enemigo de Occidente
Esperemos que la Guerra Fría 2.0 admita la existencia de un movimiento, promovido por la UE, de países no alineados, salvo con la democracia y los derechos humanos

Es como si Putin y Trump se estuvieran repartiendo Europa, como lo hicieron Hitler y Stalin con Polonia en 1939. Y, junto con China, aspiran a formar el nuevo triángulo dominante en el mundo, tras enterrar la razón, los derechos humanos y la democracia liberal, aquellos valores que han configurado Occidente. Por vez primera en doscientos años, Europa y EE UU (los de Trump) no estamos en el mismo lado de la historia, como en la novela alternativa de Roth, cuando Roosevelt pierde las elecciones frente al pronazi Lindbergh.
Si el presente se explica por el pasado, los demócratas occidentales tendremos que hacer nuestro análisis de conciencia para reconocer lo que hemos hecho mal. Tan mal, como para que un número creciente de votantes, tras décadas viviendo en sistemas democráticos del bienestar, se inclinen por opciones de extrema derecha, fascinados por una retórica vieja y agresiva de nación, religión, tradición y tribu homogénea, que da la espalda a la razón y a la ciencia, dispuestos a aceptar todas aquellas mentiras que ratifiquen sus prejuicios desatados.
Tan mal, como para que los neofascistas alemanes sean ya la segunda fuerza electoral. Tan mal, como para que triunfen medidas como prohibir las políticas de discriminación positiva que buscan proteger la diversidad o penalizar las empresas que adopten medidas de sostenibilidad que contribuyen a mitigar un cambio climático convertido en simple creencia y no en apabullante evidencia.
Este nuevo asalto a la razón y a la democracia se produce en un momento de máxima debilidad de la Unión Europea, tras décadas de ser ejemplo de cómo gestionar conflictos entre los países europeos, sin recurrir a las guerras que tanto daño nos han hecho en el pasado, especialmente en el siglo XX. Tres décadas de apuesta por el modelo neoliberal de la globalización, creyendo que la máxima interrelación entre países era garantía de compartir beneficios económicos, reduciendo atractivo a las confrontaciones bélicas, dando por hecho que la democracia y la razón se impondrían por sí solas tras la caída del comunismo, han llevado a la UE a dormirse en los laureles. Así, hoy, tenemos serios problemas de competitividad frente a China, de productividad frente a USA, llevamos veinte años de retraso en tecnologías punta (IA, microchips y supercomputación), la desigualdad ha crecido al romperse la cohesión social por unos servicios públicos cada vez más deteriorados y un ascensor social averiado, nos hemos convertido en los campeones de las trabas administrativas, y hemos ocupado el debate democrático con todo lo que nos divide, sin reforzar lo que nos une.
La duda razonable es si esta UE tiene fuerza política suficiente para, en el nuevo contexto internacional definido por el triángulo Trump-Putin-Xi, poner en marcha, en tiempo útil, las recomendaciones de los informes de Letta y Draghi, que nos sacarían de un letargo en el que nuestro único atractivo es seguir siendo una zona con gran capacidad adquisitiva, buenas universidades y muchos museos. Y me declaro muy pesimista. Sobre todo, después de comprobar que los nuevos dirigentes americanos, que representan un modelo político distinto al europeo, no dudan en intervenir en nuestra política interna apoyando aquellas opciones que la fundación presidida por Aznar llama “la quinta columna del Putin club”, prometiendo viejas glorias nacionales que nunca existieron sin confrontación bélica en Europa.
Una vez asumido, además, que los valores representados por la actual dirección de USA son contrarios a los europeos (como recalcó el vicepresidente Vance en la Conferencia de Múnich) y, por tanto, que ya no podemos considerar aliados a estos EE UU, solo parecen posibles dos posturas: esperar a que las próximas elecciones americanas devuelvan sensatez a los votantes de aquel país, o empezar a pensar que la opción china tampoco es tan mala. China, como el trumpismo, no respeta los valores democráticos, ni los derechos humanos, pero, por lo menos, no parece que tenga intención de interferir en nuestra política interna para aproximarla a sus valores autoritarios, como sí hace Trump.
Hay quienes han visto a España dando pasos significativos en esta dirección. Y no solo por parte del Gobierno central, sino también de los autonómicos, como Andalucía o Extremadura. Entre los más recientes, citemos: el compromiso chino de invertir mil millones de dólares en una planta de electrolizadores en España, obtenido en la reciente visita del presidente Sánchez, coincidiendo con la abstención de España en el asunto de los aranceles a los coches eléctricos chinos por la UE y la autorización a un potente grupo chino para invertir en el mayor proyecto minero de España, Mina Muga, de potasio. O el anuncio que se trajo de su viaje el presidente Juanma Moreno, del gigante chino Hygreen, de invertir en un gran hub alrededor de una planta de hidrógeno verde en Huelva, o la coinversión entre Cox Abengoa y Gotion para producir baterías eléctricas en Utrera.
Aun suponiendo que la UE avanzara rápido en su política de autonomía estratégica para ganar seguridad de suministro, no puede cerrar ahora las puertas a sus relaciones económicas con China, país con el que mantiene una gran dependencia en productos digitales esenciales y, España, un elevado déficit comercial. Seguro que las amenazas de Trump a Europa serán aprovechadas por Pekín para ganar posiciones en un mercado tan apetecible. Pero tampoco es descartable que la cacareada confrontación entre USA y China acabe recomponiéndose a corto plazo en un acuerdo que incluirá a Putin y, sin duda, será lucrativo para los amigos-financiadores de Trump.
En todos los escenarios, Europa debe mantener abiertas todas las opciones, a la vez que se refuerza frente a Putin, sobre todo con más defensa europea. Aunque ello requiera una UE distinta, de geometría variable, que supere las actuales restricciones institucionales. Esperemos que la nueva Guerra Fría 2.0, también admita, como la anterior, la existencia de un movimiento, promovido por la nueva UE, de países no alineados. Salvo con la democracia y los derechos humanos, para así salvar los valores occidentales.
Jordi Sevilla es economista