Semiocapitalismo y neurosis colectiva 3.0
Todo es prescindible e intercambiable en la esfera de la comunicación política, salvo la acumulación de poder
Mañana, después de mi muerte, algunos hombres pueden decidir establecer el fascismo, y los demás pueden ser lo bastante cobardes y débiles para dejarles hacer; en ese momento, el fascismo será la verdad humana; en realidad, las cosas serán como el hombre haya decidido que sean. ¿Quiere decir esto que debo abandonarme al quietismo? No”. (L’Existentialisme est un humanisme, 1946). Cuando Jean-Paul Sartre lanzó esta advertencia, el existencialismo, como ejercicio práctico y representativo de una ética humanista, comenzaba a estar de moda.
Ahora discurren unos tiempos bien diferentes. Son los tiempos del semiocapitalismo diagnosticado por Franco Bifo Berardi (El tercer inconsciente, 2022). El filósofo italiano ha sabido interpretar como nadie los síntomas que, mutatis mutandis, han ido evolucionando desde la cultura de la insatisfacción, tan característica del siglo pasado, hasta la actual cultura de la compulsión de repetición y la propagación del autismo como forma de existir para escapar de la pesadilla. Lo apreciamos cuando, para tranquilizarnos en situaciones de pánico, nuestra lengua actúa: seguro que todo explota, pero sé que a mí no me salpicará. El regusto por el autoengaño siempre consuela.
La lógica de la economía semiocapitalista, barrada en la hipervelocidad e hipervolatilidad, se ha adueñado de la semilla (del latín semio) del lenguaje y del nombre-del-padre encarnado en la autoridad semiótica (del griego semeion). De manera que la forma del discurso propagandístico escinde la realidad que experimentamos con la meta suprema de dominar la producción de nuevos significados (como borrar los nombres de los mapas físicos por otros, o que la pluma honorable y duradera con la que un presidente solía firmar decretos capitales sea virada en un zafio y obsolescente rotulador; un símbolo romo de la ley-rey de usar y tirar).
En consecuencia, todo es prescindible e intercambiable en la esfera fragmentaria de la comunicación política, salvo la acumulación de poder. Hace cuatro años, Facebook era el enemigo del pueblo para el trumpismo, pero hoy vuelve al rol de aliado converso. Sería razonable pensar que TikTok seguirá el mismo ciclo de amor y odio, y que acabe siendo la herramienta más decisiva en las elecciones de 2026 y 2028 para los intereses republicanos.
¿Cómo se llega a transformar la psicoesfera de las sociedades occidentales en un destino económico en el que la repetición y el espectro autista vendrían a ser sus variables de éxito? En primer lugar, la psicoesfera, tal y como la entiendo, instaura una organización de las mentalidades colectivas (las creencias, costumbres y visiones del mundo y de la historia que son dominantes) a través de un flujo de circulación incesante de información y símbolos que impactarían no tanto en lo cognitivo como en lo afectivo y libidinal. Si el flujo queda acelerado o desfigurado, entonces la ventaja competitiva la tomaría quien controle y dirija la atención de las masas hacia su objeto de deseo, proyectando su mundo como una fantasía sentimental universalizable para todos.
Para el columnista del New York Times Ezra Klein, “la atención y no el dinero es el combustible de la política estadounidense”. Lo mismo podría extrapolarse al escenario político de Francia, España y Alemania. Sin embargo, este rasgo al que alude Klein, que se traspone en el semiocapitalismo como una excitación nerviosa sin un mecanismo ético que le ponga límite, tiene un más allá o reverso que suprime definitivamente la anhelada estabilidad psíquica o principio de nirvana de los sujetos, y con esta aseveración no me refiero a la convención de correr el riesgo de perder las nociones de normalidad y sentido común, sino al hecho de que la responsabilidad colectiva de limitar la pulsión de destrucción quede sepultada. Si el hombre más rico del planeta defiende una jornada laboral de cien horas semanales como solución para ahorrar tiempo, a expensas de que nazca prematuramente un mundo hipotéticamente mejorado, nos merecemos hacer el esfuerzo de examinar lo que la ciencia dictó sobre la condición anímica del hombre a este respecto.
En 1920, Freud hizo tambalear los ideales de la productividad cuando expuso que la pulsión de perfeccionamiento vinculada con el rendimiento y la sublimación ética (el sueño del superhombre) respondía a la represión de las pulsiones. Dicho de otro modo, lo que uno reprime siempre queda latente para descargarse. Dado que esta pulsión queda incumplida, emerge una compulsión por avanzar hacia adelante, aunque el fin sea inalcanzable, lo que mantiene al sujeto eternamente insatisfecho. La otra dirección de la compulsión se ocupa de repetir una y otra vez un acto que causó placer en el pasado, incluso a pesar de que fuera acompañado de cierto umbral de dolor o angustia. Como se puede intuir, el imperio del masoquismo domina la ecuación (como sucede con el fenómeno de que la acumulación deba ser sin-límite). Un modo para el dominio de las masas es aprisionarlas bajo las diferentes modalidades de masoquismo. Este camino colinda con el autismo consignado por Bifo, en el cual las personas se quiebran ante el volumen de ruido, el miedo derivado del aislamiento social y la incoherencia sistemática de las experiencias. Pese al interés industrial por codificar el autismo como una patología con una causalidad biológica o genética, lo que allanaría el curso de la medicalización, lo cierto es que nada se ha demostrado. Desde la ética psicoanalítica, el autismo versa sobre las imposibilidades del niño y el adulto para utilizar el lenguaje, comunicarse y estrechar vínculos sociales. Por lo tanto, es un sujeto que se autocastiga, sumergido en soliloquios e insensible tanto a su dolor como al de los demás.
El espectro autista se percibe en el impactante filme The Brutalist (2024). Su protagonista, László Toth (Adrian Brody), un migrante húngaro que llega a EE UU al término de la Segunda Guerra Mundial, pasa en un santiamén de haber sido un célebre arquitecto de la Staatliche Bauhaus a superviviente de los campos de concentración nazis, hasta acabar como un paria, un desconocido sin patria. Cuando tras un lustro de sucesos absurdos logra reunirse con su esposa (Felicity Jones), una brillante periodista también superviviente de un Lager, intentan una relación sexual. En la escena, László rompe a llorar; ni puede tocarla ni mantener la erección: “No puedo soportarlo más”. Su mente no tramita la paradoja vital ante el sueño terrorífico de lo vivido y el placer insoportable que le reporta su cuerpo gracias a tener a su otro yo de nuevo junto a él. Ambos se han distanciado tanto de las apariencias de ser un humano que lo cifran como un ente podrido. De ahí brota la idea desesperada de que “el viaje no debe ser lo que cuenta, sino el destino”. El semiocapitalismo hace suyo este antiguo desiderátum de la supervivencia para justificar que la alexitimia (dificultad para expresar emociones) es un efecto secundario necesario para cumplir con el programa: lo que cuenta de verdad es evitar la nada. Prohibido ser nada. Lo opuesto es ser total. El renacimiento de lo totalitario es el estrafalario mensaje que late en el reverso del semiocapitalismo, amalgamando una neurosis colectiva con síntomas familiares en la historia. Aun así, “no es necesario tener esperanzas para actuar”, pensó Sartre.
Alberto González Pascual es profesor asociado de la URJC, Esade y de la Escuela de Organización Industrial. Director de cultura, desarrollo y gestión del talento de Prisa Media