La cruda economía triunfará sobre la agria política migratoria
El agravamiento de la crisis demográfica exige un impulso de la oferta de mano de obra gracias a la inmigración
Como la mayoría de los aspirantes a emigrantes, el debate sobre la movilidad internacional no va a ninguna parte. Los economistas ensalzan los beneficios económicos y sociales de los trabajadores extranjeros, pero los votantes del mundo desarrollado –y, por tanto, los políticos oportunistas– suelen oponerse a ellos. La doble crisis de los países ricos, un crecimiento ralentizado y el envejecimiento pueden contribuir a desbloquear la situación.
El número de personas que desean emigrar es mucho mayor que los 281 millones clasificados por Naciones Unidas como emigrantes en 2020. Cerca del 16% de los adultos de todo el mundo: casi 900 millones de personas desean abandonar su país de forma permanente, según una encuesta de Gallup de 2021, el nivel más alto en una década.
Para muchos, cruzar fronteras será una lucha, o seguirá siendo un sueño. Los conflictos en Ucrania, Siria y Etiopía pueden estar aumentando las filas de 35 millones de migrantes que cuentan como refugiados, y las dificultades económicas en países como Bangladesh, Filipinas y Myanmar pueden aumentar el imperativo económico de escapar. Pero el porcentaje de la población mundial clasificada como inmigrante se ha estancado en una horquilla de entre el 2% y el 3% desde 1970. Y la actitud de los países ricos hacia los extranjeros, si acaso, se está endureciendo.
En EE UU, el mayor país de acogida, el 55% de la población piensa que hay que frenar la inmigración, según Gallup. Es el nivel más alto de oposición desde 2001 y refleja la retórica antimigrante del candidato republicano Donald Trump y otros políticos. En Alemania, donde los inmigrantes representan el 17% de la población, el partido nacionalista de extrema derecha Alternativa para Alemania (AfD) quedó segundo con casi el 16% de los votos en las elecciones al Parlamento Europeo de junio. Y en Gran Bretaña, que se vio sacudida por disturbios raciales en agosto, la inmigración se ha disparado a la cima de las preocupaciones de la gente por primera vez desde 2016, según una encuesta de YouGov.
Es bien sabido que construir muros contra la inmigración no tiene sentido desde el punto de vista económico. Michael Clemens, ahora profesor de la Universidad George Mason, lo resumió así en 2011: “Cuando se trata de políticas que restringen la emigración, parece que hay billetes de un billón de dólares en la acera”. Según sus cálculos, los beneficios combinados para los países de origen y destino que se derivarían de la migración podrían aumentar el PIB mundial entre un 20% y un 60%.
Dos factores tienden a impulsar estas ganancias. El primero es el aumento de los salarios de los trabajadores extranjeros. El Banco Mundial calcula que el aumento medio de los ingresos de un joven trabajador no cualificado que se traslada a EE UU es de unos 14.000 dólares al año. Más de 43 millones de inmigrantes vivían en EE UU en 2020. Si cada uno de ellos recibiera ese aumento salarial, y gastara al mismo ritmo que los demás residentes, añadiría unos 590.000 millones de dólares al consumo total, o casi el 3% del PIB estadounidense. Los países de origen también se benefician de la inmigración. Las remesas internacionales han crecido hasta los 831.000 millones de dólares en 2022 desde los 128.000 millones de 2000, según la ONU.
El segundo beneficio es el aumento de la oferta de mano de obra. Esto es especialmente necesario en los países desarrollados, donde la natalidad está cayendo y hay que cubrir muchos puestos de trabajo; estas presiones han llevado incluso a Grecia a aprobar una ley que permite a las empresas exigir que sus empleados trabajen seis días a la semana. En EE UU, el inesperado aumento de la inmigración el año pasado, hasta 3,3 millones de personas, probablemente impulsó el crecimiento económico.
La afirmación de los antiinmigración de que los inmigrantes son una sangría para los recursos fiscales también se tambalea. Christian Dustmann y Tommaso Frattini, del University College de Londres, analizaron la inmigración en el Reino Unido entre 2001 y 2011. Descubrieron que los extranjeros aportaban 25.000 millones de libras más de lo que sacaban. En cambio, la contribución fiscal de los nativos fue negativa: 616.000 millones de libras.
Cifras como estas no convencen necesariamente a los ciudadanos del mundo desarrollado que valoran la uniformidad étnica por encima del PIB. Pero dos crisis venideras podrían cambiar el debate. La primera es la falta de trabajadores. La población activa de los países desarrollados perderá 78 millones de personas de aquí a 2050 debido a las bajas tasas de natalidad y al envejecimiento. Para el próximo siglo, esa cifra alcanzará los 167 millones de personas.
Si esas economías quieren seguir creciendo, tendrán que sustituir a esos trabajadores, sobre todo porque muchos de esos empleos no pueden enviarse al extranjero ni externalizarse a robots. En EE UU, el economista Lant Pritchett calcula que habrá 4,5 millones de nuevos puestos de trabajo en esas ocupaciones –como enfermeros, hosteleros y conserjes– entre 2018 y 2028. Se necesitarán inmigrantes para cubrirlos.
La segunda sacudida vendrá de los sistemas de pensiones. El implacable envejecimiento del mundo desarrollado significa que habrá menos trabajadores para pagar a un ejército creciente de pensionistas. En un artículo de próxima publicación, Pritchett analiza 31 países ricos. Suponiendo una migración neta nula, calcula que necesitarían 356 millones de trabajadores más, es decir, el 44% de la población activa, de aquí a 2050, sólo para mantener estable la proporción entre trabajadores y jubilados y evitar la quiebra de sus sistemas de pensiones.
Un posible compromiso permitiría a los países seleccionar a los trabajadores que necesitan y admitirlos temporalmente sin posibilidad de obtener la ciudadanía. Japón, un país acosado por los retos demográficos, está experimentando con una versión de este sistema. En virtud de una ley de 2019, se han concedido visados de cinco años a «trabajadores cualificados» en 14 sectores, como la agricultura, la sanidad y la asistencia sanitaria.
Este enfoque, que Pritchett denomina “movilidad rotativa”, presenta varios problemas. Incluso si los emigrantes no son tratados como ciudadanos de segunda clase y explotados por los empleadores, las naciones desarrolladas no suelen controlar bien a la población, especialmente a los reacios a volver a casa. Y garantizar a los autóctonos que los recién llegados no obtendrán pasaporte puede no disipar el temor a que los extranjeros ocupen puestos de trabajo o reduzcan los salarios.
Aun así, las ideas de Pritchett y otras similares tienen el mérito de mantener entreabierta la puerta a futuras inmigraciones. Los beneficios económicos teóricos de los trabajadores extranjeros están más que claros. El mundo desarrollado pronto tendrá que ponerlos en práctica.
Los autores son columnistas de Reuters Breakingviews. Las opiniones son suyas. La traducción, de Pierre Lomba Leblanc, es responsabilidad de CincoDías.
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