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Escrito en el agua
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una solución de plata para la industria que empolla los huevos de oro

Los destinos turísticos saturados deben reforzar los servicios, pero no limitar la llegada de visitantes en un país que vive de ellos

Pisos turisticos Cataluña
Turistas con sus maletas en una calle del Barrio Gótico de Barcelona.Joan Sanchez

¿Se imaginan el país sin turismo? Yo tampoco. El debate abierto en las zonas más saturadas de visitantes y más dependientes de su consumo no llevará la sangre hasta el río, porque cada iniciativa en tal sentido tendrá su contrapeso. Algo parecido a lo que ocurre ahora, cuando se extiende el enojo de los nativos a varios puntos del país a la vez que el Gobierno y la industria celebran la llegada nunca vista de tantos turistas, el récord de dinero que gastan aquí y la caliente campaña de turismo interior que ha arrancado la semana pasada. Pero una fuente de riqueza no puede provocar pobreza en forma de escasez y carestía de la vivienda, precariedad laboral, déficit en servicios sanitarios, dificultades de movilidad por saturación física o restricciones en servicios básicos. Algo habrá que hacer, y pistas hay muchas.

Llevamos varios años oyendo reclamaciones de cambios en el modelo turístico para no morir de éxito, pero cada año nos aferramos al éxito de muerte que supone romper todos los registros. En todo caso, nunca hasta ahora había aflorado tanto resentimiento por la masificación y el monocultivo industrial de algunas zonas turísticas, con manifestaciones masivas reclamando control en Canarias, en Barcelona, en Baleares o en Málaga el último fin de semana. Otros destinos antes que los españoles ya habían alertado de los riesgos de la masificación desmedida con más justificación que la española y sin haber encontrado todavía soluciones definitivas. El paradigma es Venecia, agobiada por su propia naturaleza semisumergida y por la insaciable curiosidad de quien quiere ver su arquitectura única flotando en la laguna.

En España, como en Venecia, hay que acostumbrarse, porque el turismo es la primera industria del país, cuyo PIB, empleo y cuentas públicas y privadas se resienten si se para el trasiego de gente que llega cada año. Y no se puede soplar y sorber a la vez. En 2023 llegaron a España 85,169 millones de visitantes, nada menos que uno más por cada cinco que vinieron el año anterior, y a punto de batir este año a Francia como primer destino mundial; han generado riqueza por valor de cerca de 200.000 millones de euros, más del 12% del PIB; han dado empleo a 2,5 millones de personas (muy concentrado en esas zonas ahora tan reivindicativas); y han arreglado la balanza por cuenta corriente del país, consolidando el superávit, con un saldo turístico favorable de 59.600 millones de euros en 2023. Poca broma con este asunto.

Y aunque Fernando Clavijo (Canarias), Marga Prohens (Baleares) o Jordi Hereu (Gobierno de España) han prometido tomar nota a quienes claman contra la masificación, celebrarán que este año se rompan los corsés de las cifras y se superen los cien millones de visitantes. Como celebrarán las grandes cadenas hoteleras, y las pequeñas también, las 260 aperturas de nuevos hoteles, casi todos de alto standing y más alto precio, en el próximo bienio en unas cuantas grandes ciudades.

El monocultivo turístico ha tenido también históricamente su envés, atrayendo el capital financiero y el humano para aprovechar las fortalezas naturales del sol y la playa, como una especie de fiebre de los tulipanes, secando las posibilidades de otras alternativas económicas, arrastrando incluso a generaciones enteras de jóvenes a un empleo y renta fácil al precio del abandono temprano de su formación, y contribuyendo a generar un desequilibrio demográfico-territorial; una atracción parecida y de parecidas consecuencias a la que ejerció la construcción residencial en la primera década del siglo en casi todo el territorio.

Desequilibrio que se manifiesta también en mayores niveles de precariedad laboral por el carácter estacional de la actividad; en ocupaciones de relativamente baja productividad y salarios concentrados en los deciles más modestos; en problemas de disponibilidad de vivienda y de sus precios, sea para adquirir o para alquiler por una normativa errónea; en estrés en los servicios sanitarios y otros de elevado consumo personal; etcétera, y que son los que están detrás del ánimo crítico de la población que clama contra la masificación.

No todos estos problemas tienen solución en una economía de mercado, pero la de los que la tienen está en incrementar la oferta de los servicios y bienes que han deteriorado su calidad y han puesto en niveles prohibitivos los precios. No es de recibo que en Ibiza un docente o un sanitario tenga que hipotecar todo su sueldo para disponer de una habitación en la que vivir, ni lo es que la desaforada demanda de pisos turísticos ponga fuera del alcance de los humildes residentes el alquiler de una vivienda en Barcelona, en Málaga o en Tenerife.

La ingente cantidad de recursos de que dispone la industria en los destinos más pretendidos y la no menos ingente que recaudan las administraciones públicas locales y autonómicas tienen que tener como destino primero la corrección de los déficits de bienes y servicios que están poniendo en la picota a la población. El cobro de tasas turísticas está muy manoseado, y no parece que haya resuelto nada, ni disuadiendo al visitante ni cebando las arcas municipales. ¿Alguien dejará de ir a Venecia por los cinco euros que cobran por entrar en la ciudad, cuando los hoteles y los restaurantes superan veinte veces tal tarifa? No.

El dilatado debate sobre el cambio de modelo turístico en España siempre concluye que hay que ir a producto de calidad, porque es más atractivo y justifica mayores precios. Pero hay que admitir que en España, en la inmensa mayoría de los destinos, hay poco que mejorar, más allá de los servicios hoteleros y gastronómicos. Las grandes ciudades europeas, también las españolas, tienen mayor capacidad para generar oferta atractiva nueva, porque el objetivo es atraer a clientes de mayor capacidad económica.

Pero en las costas españolas, los atractivos son los que son, el sol sale siempre por el este y la playa es el servicio más democrático que existe (de momento), y eso es justo lo que busca el 90% de quienes llegan a la península y los archipiélagos cada año. Puede abrirse el abanico de precios, pero nunca restringir la oferta, porque tendría un coste en términos de visitantes, de ingresos y de empleo que se volvería en contra de la economía del país, pero sobre todo de quienes claman contra la masificación. Porque viven de ella, y lo saben.

José Antonio Vega es periodista

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