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Análisis
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El mayor destructor de civilizaciones que jamás ha existido

Las promesas políticas se financian con deuda e impresión de papel y terminan siempre como nos anunció Ludwig Von Mises, véase con una ruptura total del sistema monetario

Christine Lagarde, presidenta del BCE
La presidenta del BCE, Christine Lagarde, tras una reunión de política monetaria en Fráncfort.KAI PFAFFENBACH (REUTERS)

Con la excepción de la guerra y la peste la inflación es el mayor destructor de civilizaciones que jamás ha existido. La existencia de un banco central cuyo objetivo es generar “un poco” de inflación es equivalente a poseer una red hospitalaria cuyo objetivo sea generar “un poco” de cáncer entre sus pacientes. Lenin lo vio claramente: “La mejor manera de acabar con el capitalismo es destruir la moneda”.

Se cumple ahora el centenario de la inflación de la República de Weimar. En enero de 1923 el dólar se intercambiaba por 17.000 marcos, mientras que en diciembre del mismo año hacían falta 4,2 trillones. Toda la base monetaria de Alemania a principio de 1923 no era suficiente para comprar un billete de tranvía a final de año. Estamos hablando de que si multiplicásemos la fortuna de Bill Gates por 40 a final de año no le llegaría ni para un café. El orden de magnitud de la devastación fue de tal calibre que en noviembre de 1923 Hitler intentó un golpe de estado (el Putsch de la Cervecería en Munich) por el que fue encarcelado pero que, eventualmente, le llevó al poder.

La inflación no se define como la gente piensa. Consiste en un aumento de la cantidad de dinero y del crédito en circulación. El subsiguiente aumento de precios es la inevitable consecuencia de la inflación que ya se ha producido anteriormente. Cuando el balance del BCE aumenta de un trillón de euros en 2007 a 9 trillones en 2022 ya se ha producido una inflación descomunal. El precio del pan sube posteriormente como consecuencia de ello. Las políticas económicas gubernamentales son las únicas responsables de la inflación.

Las promesas políticas se financian con deuda e impresión de papel y terminan siempre como nos anunció Ludwig Von Mises: “La teoría económica ha demostrado de forma irrefutable que la prosperidad generada por la expansión monetaria y del crédito es un espejismo que termina con una ruptura total del sistema monetario. Esto ha pasado una y otra vez en el pasado y seguirá pasando en el futuro”.

A Estados Unidos le llevó 205 años acumular su primer trillón de euros de deuda. Hoy día añade un trillón adicional cada 100 días. Todo el oro jamás descubierto desde que el ser humano empezó a excavar la tierra hace ya miles de años cabría, aunque parezca mentira, en un cubo de tan sólo 23 metros de lado. Es difícil encontrarlo e imposible fabricarlo. Sin embargo para pagar toda esa deuda basta con apretar un botón y el dinero se materializa de la nada. Pero no se puede confundir creación de dinero con riqueza. Yo mismo tengo un bonito billete de 100 trillones de dólares de Zimbabue (un 1 seguido de 14 ceros) que me lo recuerda.

Cuando los gobiernos intervienen en la economía a través de la planificación centralizada crean nuevos problemas y, para atajarlos, imponen nuevas regulaciones que generan problemas adicionales en un círculo vicioso sin fin. Así, para intentar atajar las consecuencias de la inflación (la subida de precios) y no la inflación en sí misma (el aumento del dinero y crédito), se imponen controles de precios (alquiler, alimentos, etc.) amparados en el paraguas del populismo.

Desafortunadamente los controles, sin excepción, dan lugar a escasez, regulación dañina, favoritismo, corrupción y, eventualmente, subidas aún mayores de precios. Los precios son un indicador generado por el mercado para imputar recursos escasos. La distorsión de las señales del mercado conllevan una imputación inadecuada de recursos planificada por el apparatchik de turno.

Los romanos dispararon las promesas a sus ciudadanos con su panem et circenses e intentaron pagarlas con inflación. El contenido metálico del denario se mantuvo en un 95% durante casi 300 años hasta que los sucesivos emperadores lo redujeron hasta menos del 1%. La consecuente inflación llevó a Diocleciano a emitir su Edicto de Precios Máximos en el año 301, por el que se fijaban los precios de más de 1000 bienes y servicios (bajo pena de muerte por incumplimiento). El Edicto, obviamente, no consiguió lo que pretendía sino todo lo contrario; escasez, violencia, mercado negro, subida aún más desmedida de precios y, eventualmente, caída del Imperio.

Y todo ello a pesar de que Cicerón, en el año 55 A.C. ya había visado de lo que estaba por venir: “El presupuesto debería ser balanceado, la tesorería debería llenarse, la deuda pública debería reducirse, la arrogancia de los oficiales públicos debería ser moderada y controlada. De lo contrario Roma se encontrará en quiebra. La gente debe aprender a trabajar en vez de vivir de asistencia pública”.

El código de Hammurabi, de hace más de 4000 años, ya contenía numerosos controles de precios entre sus casi 300 leyes (incluso 200 años antes de esto ya se han descubierto tablillas con controles de precios correspondientes al reino de Eshnunna). Y este tipo de actitud se ha repetido a lo largo de los siglos, desde el antiguo Egipto, Sumeria, Grecia (con un ejército de inspectores de grano denominados sitophylakes), China (el Sistema Oficial del Chou era un libro de regulaciones oficiales a aplicar), India (a través del Arthasastra o libro de los príncipes) y un larguísimo etcétera.

Los resultados siempre han sido los mismos y todos aquellos que generan estos procesos aplican penas durísimas (la pena de muerte fue el recurso más utilizado) contra los que quieren sobrevivir a esos controles. Por supuesto, después de tildarles de especuladores, antipatriotas, buitres, avaros o cualquier otro adjetivo que se tercie.

Entre tanto el control planificado centralizadamente de los tipos de interés genera todo tipo de distorsiones e inflación; bolsas, mercados de renta fija, activos inmobiliarios, etc. y los inversores, ávidos de encontrar rendimientos, bajan sus estándares de riesgo y se embarcan en proyectos de dudoso éxito, alegremente comercializados por promotores sin escrúpulos. Walter Bahegot, editor de The Economist hacia 1860 ya mencionaba que “John Bull puede soportar cualquier cosa menos un 2%” (refiriéndose a que un británico cualquiera no podría aceptar un interés del 2%).

Esta misma semana un banco me ofreció comprar participaciones en capital privado (private equity). No se me ocurre un producto menos adecuado y con más riesgo para un cliente minorista. Las multas que sin duda tendrán que pagar por comercializar este o productos similares (perfectamente aprobados por los reguladores de turno) lo atestiguarán en un futuro no muy lejano.

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