Entre la mala fe y el diálogo para besugos
La lucha de intereses, la lectura sesgada de los datos y las ideologías crean confusión y oscurecen el debate, también el político
Decía Néstor Roqueplan que “la mala fe es el alma de la discusión”. En período electoral el alma queda especialmente expuesta.
Si en lugar de ser unas elecciones generales españolas, estuviésemos en Reino Unido, desde el Gobierno conservador se argüiría que la situación política ha mejorado notablemente a partir de octubre de 2022. Y tendría razón. Hay que reconocerlo: la mejoría ha sido probablemente la mejor mejoría política de todo el planeta. Sin embargo, la oposición laborista señalaría, también justamente, que en poco más de un mes (a caballo entre septiembre y octubre de 2022) se sucedieron tres primeros ministros conservadores diferentes, tal era el caos político que prevalecía en Reino Unido.
Igualmente, el Gobierno actual del Reino Unido puede hacer valer que sus negociaciones sobre el Brexit con la eurozona están bien encaminadas, por primera vez en cinco años. Sin embargo, si se habla de inflación, queda claro que, de entre los países grandes, es en Reino Unido donde el IPC está teniendo el peor comportamiento (aun en 8,7%). Pero la mejora de las expectativas para la economía británica ha permitido que la libra esterlina se haya apreciado desde el mes de octubre un 22% frente al dólar, y un 4,5% frente al euro.
Y a poco que los diputados laboristas sean aficionados a la Bolsa podrían decir (con frase acuñada hace años por Pedro Sánchez contra Mariano Rajoy) que el actual primer ministro conservador, Rishi Sunak, “les cuesta dinero a los británicos”, ya que el índice FTSE 100 ha bajado un 7% desde febrero de este año, mientras que los conservadores en el Gobierno replicarían que, desde octubre pasado (fecha en que se estabilizó el gobierno actual), el FTSE 100 ha subido un 9%. Es más, podría entrar un tercero en la discusión y señalar que la Bolsa británica está ahora estancada y en el mismo nivel que al iniciarse 2022, lo que también sería cierto.
Es evidente para quien siga lo que sucede en el Reino Unido que todas las afirmaciones anteriores son correctas. Lo difícil sería detectar en qué dosis se combinan en el debate la mala fe y el diálogo para besugos.
En Alemania el Gobierno puede argüir que en la recuperación del nivel económico previo a pandemia no es el último, ya que Inglaterra va por detrás, pero el Reino Unido replicará que en los últimos 12 meses Alemania ha crecido menos. Y si esa competición afectara a más países, serían verdad a la vez estas dos afirmaciones: la de que España va, junto a Reino Unido y Alemania en el furgón de cola de la recuperación económica, lo que no impide afirmar que, en crecimiento anual en el primer trimestre del año, la economía española se ha situado por encima de todos, incluidos el conjunto de la eurozona y los EEUU.
Estos juegos malabares con las palabras y con los argumentos son algo tremendamente humano y no solo cosa de políticos. Los políticos lo único que hacen es llevarlos hasta el paroxismo (sobre todo, en período electoral) pero, si se mira un poco alrededor, ese tipo de comportamiento se detecta por todas partes.
Desde 1988, en el mundo de los fondos de inversión se ha visto cómo las gestoras de instituciones de inversión colectiva tomaban para la propaganda el período en que la rentabilidad de uno o varios de sus fondos le fuera más favorable. Si en el año en curso esa rentabilidad descollaba, se utilizaba el año en curso como ejemplo de buena gestión. Si no, se tomaban los dos o tres últimos años como referencia, si eso era lo mejor, y si no, los cinco o los diez. Incluso se anualizaba la rentabilidad de un solo mes, si esta era buena.
Igualmente, un determinado banco puede presumir de ser el de mayor capitalización bursátil; o ser el que mejores ratios de capital tiene; o el que ha asegurado en el último año el mayor número de emisiones de renta fija privada; o el que ha dirigido más operaciones de salida a cotizar en Bolsa; y así sucesivamente…
Algo parecido hacen las diferentes marcas de coches, de lavavajillas y de televisores. De ordenadores y de maquinillas de afeitar… Y a nadie se le ocurriría tomar públicamente partido por una u otra de las marcas, a no ser que fuera retribuido convenientemente por ello.
Cuando estallan guerras internas entre los ejecutivos de grandes corporaciones, muy poca gente leerá con pasión la noticia que de todo ello darán los medios de comunicación.
Así, no recuerdo haber visto discutir a nadie ni a dividirse la sociedad en banderías cuando los gemelos Winklevoss le reclamaron a Zuckerberg la originalidad y el valor de sus tempranas contribuciones a la creación de Facebook. O por qué era mejor tener a Carly Fiorina al frente de Hewlett-Packard que a los candidatos alternativos para ocupar el puesto de consejero delegado.
Las banderías en política nacen en la lucha por el poder y por el ascenso social. Al estar revestidas de maquillaje ideológico arrastran a seguidores que se mostrarían indiferentes si se tratara de una pelea entre el presidente y el consejero delegado de una gran corporación.
La lucha de intereses, la mala fe y el fanatismo ideológico terminan por convertirlo todo en un diálogo para besugos.
Juan Ignacio Crespo es estadístico del Estado y analista financiero
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