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El Foco
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las lecciones de un déficit público menguante

Tras las citas electorales, sería aconsejable plantear un debate sosegado sobre cómo caminar hacia unas finanzas públicas más sostenibles

La ministra de Hacienda, María Jesús Montero interviene durante una sesión de control al Gobierno.
La ministra de Hacienda, María Jesús Montero interviene durante una sesión de control al Gobierno.Juan Carlos Hidalgo (EFE)

En política económica, el déficit público tuvo momentos estelares durante la Gran Recesión. Su incumplimiento implicaba, para empezar, pérdida de soberanía democrática. A las puertas de los Estados acaban llamando los auténticos hombres de negro, nada que ver con la más amigable reciente visita de la Comisión de Control de Fondos Europeos. Mientras que, a nivel regional, la ya casi olvidada Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria obligaba a las comunidades autónomas incumplidoras a financiarse con el Fondo de Liquidez Autonómica, sujeto a amplios condicionamientos.

Pero, actualmente, el déficit público no es una variable glamurosa. Otras macromagnitudes, como el crecimiento, el desempleo o la inflación acaparan cabeceras y titulares, centrando el debate político. En todo caso, los focos serían para la deuda pública, su hermana mayor ya cebada. Pero tampoco en demasía, en la medida en que nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo de economías sobreendeudadas, por encima del techo psicológico del 100% del PIB, eso sí, con, hasta 2022, tipos de interés nimios o incluso negativos. Ahora será una carga más pesada para las finanzas públicas, en un entorno de crecientes tipos de interés, sin contar la amenaza latente de incremento en la prima de riesgo, siempre dependiente de la generosidad de los menguantes programas de compra de activos del Banco Central Europeo.

Por ello, la crisis de deuda es un escenario clásico y recurrente entre aquellos especialistas en prever catástrofes futuras. Tradición de agoreros pesimistas que se encuentra enraizada en la ciencia económica desde sus orígenes con Thomas Malthus, hasta llegar, en nuestros días, a los mediáticos Nassin Taleb o Nouriel Roubini.

Pero, por muy optimista que se sea, se debe aceptar, que el exceso de déficit sostenido, y el consiguiente incremento de deuda, nos lleva a perder resiliencia económica a largo plazo y a un mayor sometimiento de la política nacional no solo a los organismos europeos, sino, en general, a los más despiadados mercados de financiación internacionales, como nos muestra la reciente experiencia de Liz Truss.

En España, el déficit ha sido el compañero de viaje habitual en nuestra democracia, salvo el breve periodo de superávit de 2005 a 2007. Incluso en los años de expansión previos a la pandemia hemos tenido déficit. Por ejemplo, fuimos el único de los países que sufrió intervención de la troika que presentó déficit público en 2019, concretamente un 3,1%. Lo que probablemente nos cercenó margen de maniobra inicial durante la pandemia, contribuyendo a explicar nuestro peor comportamiento relativo en caída del PIB en 2020. Los restantes países intervenidos, concretamente Chipre, Grecia, Irlanda y Portugal, con Gobiernos de distinto signo político, parecen mostrar una mayor aversión a repetir traumáticas experiencias pasadas.

En nuestro país, este mayor déficit ha generado dos grandes escalones de deuda en los últimos quince años. El primero cuantitativamente mayor, aunque más diluido en el tiempo, de 52 puntos porcentuales en seis años, de 2008 a 2014, y un segundo, de 22 puntos en un solo año, el de la pandemia. Resumiendo, hemos pasado de estar entre los países desarrollados con menor porcentaje de deuda, antes de la anterior crisis financiera, a situarnos claramente por encima de cualquier media, ya sea la de la eurozona, la Unión Europea o la OCDE.

Tras las citas electorales, sería aconsejable un debate sosegado sobre cómo caminar hacia un déficit más sostenible, que cumpla con una probable futura vuelta de las exigencias europeas. Donde la experiencia adquirida del socio minoritario del Gobierno, durante este último escalón de deuda, debería ayudarle a transitar hacia postulados menos maximalistas. Quizás incluso abandonado su tradicional propuesta de auditoría y restructuración de la deuda, para posteriormente procesar a los políticos con responsabilidad en la misma.

En este pertinente debate, el dato que acaba de salir, de un déficit del 4,8% para 2022, nos puede ofrecer útiles lecciones. Esta reducción proviene, fundamentalmente, de una imprevista mayor recaudación, por encima del crecimiento del PIB, como ya pasó en 2021. En el caso del impuesto de sociedades se explicaría por dos factores difíciles de disociar. Los nuevos impuestos, por beneficios extraordinarios y cambios en la normativa fiscal que dificultan y difieren la compensación presente de las pérdidas pasadas tanto de la Gran Recesión como de la pandemia. Incrementamos la recaudación presente, a costa de una probable menor recaudación futura.

En el IRPF el aumento de recaudación se ha visto influenciado por la obligación de tributar por muchas de las ayudas recibidas durante la pandemia y por el mayor crecimiento en sueldos y, especialmente pensiones, como consecuencia de la lógica adaptación de los mismos a la inflación vigente. La mera aplicación de la progresividad de este impuesto, no corregida ante la inflación, puede provocar que los aumentos de la pensión se graven hasta el 40%. Otro tanto sucede con las ayudas públicas no exentas, que tributan al marginal del IRPF, y, además, suelen conllevar incluir en la obligación de declarar a contribuyentes de rentas del trabajo reducidas, inicialmente no obligados a ello.

Pero quizás sea el IVA del que más lecciones provechosas podemos extraer. Más allá del obvio efecto multiplicador, que sobre su recaudación tiene de nuevo la inflación, influyen cambios debidos a la pandemia que estarían aflorando economía sumergida. Concretamente nuevos hábitos de consumo, en favor de los medios de pago electrónicos, y modificaciones en la operativa de las empresas y autónomos, con contabilidades más robustas y veraces, para acogerse al actual aluvión de ayudas públicas y fondos europeos.

Si la evidencia empírica acaba avalando estas explicaciones, las medidas adoptadas para luchar contra la pandemia, habrán supuesto, como efecto secundario positivo, un exitoso plan antifraude y nos darían un claro argumento sobre la necesidad de seguir limitando el uso de efectivo, cómo se aprobó en 2021, a diferencia del camino opuesto que está siguiendo Italia. La mejor garantía futura para la sostenibilidad de nuestro necesario Estado del Bienestar siempre será una justa y progresiva, pero también global, distribución de su coste.

José Ignacio Castillo Manzano/ Ignacio Méndez Cortegano son Catedrático de Economía de la Universidad de Sevilla/ Inspector de Hacienda del Estado

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