Hipocresía tributaria: ricos, riqueza y capacidad económica
Es electoralmente útil aparentar gravar fortunas y demonizar beneficios empresariales sin solucionar la desigualdad en el esfuerzo fiscal
Reconozco que estoy cansado de esas verdades a medias que, tras ser repetidas mil veces, se convierten en verdades infalibles. Una de ellas es la de los ricos, esos seres nocivos para la justicia social cuyos altos beneficios son el ejemplo del capitalismo más salvaje y antisocial. Pues, aunque me dejen de leer, creo que no es así. Personalmente, y si supiera cómo hacerlo, me gustaría ganar todavía más. Fácil no debe ser, ya que muchos no hay. La riqueza es esencial para cualquier modelo de Estado. Sin riqueza no hay Estado de Bienestar posible. La riqueza permite la estabilidad, promueve una amplia clase media, y reduce los extremos.
Es cierto que hay evitar que se concentre en manos de pocos. Pero para ello no hay otro antídoto que la libre competencia en un marco de igualdad de oportunidades. Podemos invertir las horas que queramos en hablar de la distribución desigual de la riqueza y de la presunta falacia de la igualdad de oportunidades. Podemos también dedicar debates enteros a las bondades de un mayor y mejor sector público, o a las desigualdades.
Pero sin riqueza, no hay debate posible.Y no lo hay, porque sin ella no hay solución a ningún problema. Es pues necesario estimularla y dignificarla. ¿A cualquier precio? Es evidente que no.
Riqueza en el contexto de un Estado social que exige, a su vez, un modelo de economía social de mercado. Una economía dirigida al bien común. Esto es, salarios dignos, respeto al medio ambiente, responsabilidad social, igualdad entre hombres y mujeres, y muchas cosas más. Una economía en beneficio de la sociedad. En definitiva, un modelo que garantice la vida digna. Sin riqueza no hay impuestos. Y sin impuestos no hay ayuda ni subsidio posible.
Es obvio, también, que a mayores impuestos, menor es la riqueza individual. Pero es obvio, también, que es necesario financiar la riqueza colectiva. Es, pues, inevitable un equilibrio entre el sector público y el privado. Entre la riqueza individual y la colectiva. Y todo, sin olvidar que la prioridad del Estado no son las ayudas, sino garantizar una vida digna; vida que, sin trabajo, es imposible tejer.
Es pues necesario dignificar la riqueza. Y hacerlo exige también que pague más quien más tiene. No que paguen los ricos. Si no que todos lo hagamos en función de nuestra capacidad económica y un sistema progresivo.
Y ahí radica el problema. Las rentas y patrimonios más altos no realizan un esfuerzo fiscal equivalente al que hacen las rentas y patrimonios medios y bajos. El debate no es, pues, si las grandes empresas ganan mucho dinero, sino si hacen un esfuerzo fiscal equivalente al que hacen quienes ganan mucho menos. Equivalencia en términos de progresividad. Esto es, de igual esfuerzo fiscal. Lo importante no son, pues, los beneficios, sino que el esfuerzo fiscal de las grandes empresas sea igual al que hacen las que no lo son. Se trata, por tanto, de un problema de igualdad.
Personalmente, no me importa que algunos presentadores de final de año cobren, por noche, cifras inalcanzables, o que algunos exfutbolistas mediáticos cobren por los mundiales emolumentos muy lejos de las posibilidades de cualquier mortal. Lo que me irrita, es que su esfuerzo fiscal efectivo no sea el equivalente al mío. Lo que me irrita, es la desigualdad en el esfuerzo fiscal. E igualarlo, exige progresividad.
Es obvio, que el esfuerzo fiscal que al pagar hace quien obtiene una renta baja no es el mismo que el que hace quien obtiene una renta alta. Esfuerzo fiscal, claro está, entendido como el que representa para unos y otros pagar impuestos.
Se trata, eso sí, de una progresividad moderada, ya que una exagerada no persigue solo ese objetivo, sino, básicamente, reducir la desigualdad de rentas a través de los impuestos; cosa, muy distinta, y cuyas herramientas adecuadas son las políticas predistributivas y de gasto.
Progresividad, que se ha de medir en función del porcentaje que representa el total de los impuestos que todos pagamos con relación a la riqueza que obtenemos. Se trata, pues, de comparar la progresividad real y efectiva del conjunto del sistema, y no de unos impuestos en particular.
Si lo hacemos, observaremos que esta se distribuye de forma muy poco eficiente. Y precisamente por ello, es necesaria la equidad entre las rentas del trabajo y las del capital. Equidad que justificaría, por ejemplo, introducir progresividad en el Impuesto sobre Sociedades a partir de un determinado nivel de renta, o un gravamen sobre la riqueza mobiliaria complementario al de la renta. Y ahí es donde mis enemigos crecen. Donde la hipocresía fiscal no permite criticar, por ejemplo, el Impuesto sobre las Grandes Fortunas, que no es más que una mentira que oculta una verdad: el mayor esfuerzo fiscal de las rentas medias con relación a las rentas muy altas.
El problema, por tanto, no es que los ricos ganan mucho dinero, sino que su esfuerzo fiscal efectivo no es igual al que realiza quien gana mucho menos. Es pues necesario garantizar la equidad en el esfuerzo fiscal sin dejar de promover y dignificar la necesaria creación de riqueza. Ambos no son incompatibles. Al contrario.
Pero no. Lo electoralmente rentable es aparentar gravar las grandes fortunas sin gravarlas de verdad, y demonizar los beneficios de las grandes empresas permitiendo, eso sí, un esfuerzo fiscal desigual. Se trata, pues, de humanizar la economía, de dignificar la riqueza, y de garantizar la igualdad en el esfuerzo fiscal. Y todo con un único objetivo: garantizar una vida digna.
Antonio Durán-Sindreu es Profesor de la Universidad Pompeu Fabra (UPF) y socio director de DS
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