La desigualdad digital: un riesgo que es preciso conjurar
Con personas mayores reclamando su derecho a cobrar la pensión sin una aplicación móvil urge proteger la igualdad
El éxtasis tecnológico que instituciones, sociedad y mundo empresarial vivimos desde la irrupción de la pandemia en nuestras vidas nos ha conducido, demasiadas veces, a olvidar algo que siempre será fundamental: que las herramientas no tienen un valor en sí mismas, sino que sirven a algo, y ese algo es lo que auténticamente las convierte en útiles y convenientes. Es el juicio de finalidad y no el de medios el que hace de Internet un instrumento al servicio de la interrelación global, igual que la utilidad de las aplicaciones móviles no se juzga por su número infinito de actualizaciones, sino por el verdadero provecho que sus funciones ofrecen al usuario.
Lo anterior puede parecer evidente, pero no lo es. Cualquier modificación ejecutada sobre la forma, sobre el método, conduce inexorablemente a una alteración de las finalidades iniciales a las que se enfocaba esa forma en sus momentos iniciales. En el rediseño de los procesos no hay posibilidades de impacto neutro. Siempre, por mínima que sea la injerencia, el cambio del modo genera una perturbación en el objeto al que se encuentra orientado. Y por ello mismo las transiciones de una herramienta a otra, cuando la finalidad permanece teóricamente intacta, deben llevarse a cabo de manera gradual, examinando y probando las influencias y reacciones y, en suma, observándose que la meta no quede distorsionada por los métodos.
La recepción normativa de lo que podríamos llamar el "hecho tecnológico" (locución gramatical empleada por la exposición de motivos del anteproyecto de ley de eficiencia digital), como podrá intuir fácilmente cualquiera, alberga una complejidad notable. No se trata únicamente de recoger una realidad instrumental que habita en nuestro entorno tangible y hacerla reposar sobre la literalidad de los mandatos legales y los presupuestos jurídico-legislativos. La tarea es mucho más difícil. Y el primer escollo que encuentra es por posición constitucional el más sensible: el de conjugar la igualdad que proclama el artículo 14 de nuestra norma fundamental con las diferentes opciones de acceso y relación que hoy la tecnología consiente a los ciudadanos. ¿A todos los ciudadanos? Esa es la gran pregunta. Ese es el vasto interrogante que debemos, no ya responder, sino sobre todo resolver.
Para lo anterior es imprescindible deslindar correcta y nítidamente dos planos: el jurídico y el real, en este caso, el tecnológico. El segundo, por la misma esencia de los hechos vitales y su naturaleza originalmente libre, no queda limitado por el primero salvo en aquellos casos en que el poder normativo despliega su eficacia ordenando su comportamiento, en mayor o menor medida, a través del dictado de leyes o reglamentos. Así, es lo jurídico, y específicamente, lo normativo, el plano en el que se dominan los hechos y se protege a la sociedad frente a los mismos, con la herramienta del mandato legal y la salvaguardia de la actuación judicial. Leyes y jueces como muro de contención frente a los riesgos tecnológicos hoy, igual que ayer lo fueron frente a los excesos inhumanos de aquella libertad económica que, como señaló acertadamente Isaiah Berlin, "llenó de niños las minas de carbón".
Testimoniando nuestro presente, con personas ancianas reclamando su derecho a poder cobrar la pensión sin tener que pedir cita previa a través de una aplicación móvil que no tienen, ni quieren, o con tantos otros que no saben por qué la relación con una determinada administración o con un determinado servicio sólo se puede realizar telemáticamente, urge, más que nunca, recordar el compromiso que tiene el Derecho con la protección de la igualdad. Con la igualdad de todos los ciudadanos, sin excepción. Porque la tecnología ofrecerá bondades innegables pero, ante todo, es un instrumento a nuestro servicio. Y mal servicio será aquel que olvida que quienes lo financian y legitiman respiran, ríen o padecen. Unos y otros, exactamente iguales y sin que ninguna excepción pueda hacerse. La igualdad jurídica debe ser una constante imperturbable en cualquier legislación. Aunque no sea sencillo… Sin uno de nosotros, ya no seremos todos. Sin todos, ya no habrá finalidad que merezca ningún cambio.
Álvaro Perea González, letrado de la Administración de Justicia