Una caza de jueces
El trabajo de nuestros magistrados se viene cuestionando sin rigor, sin prudencia, sin base fáctica o legal alguna
Desde la profunda pena constato que, desde hace unos meses, nuestros jueces (y nuestro sistema de justicia, en general) vienen sufriendo, por parte de varios y diferentes sectores de la población, una inmerecida e injusta desacreditación. En los tiempos que corren las emociones han derrocado a la razón y nuestro sistema judicial, de limpio pasado, con una independencia e imparcialidad fuera de toda duda, es uno de los perjudicados.
El 26 de abril de 2018 la Audiencia Provincial de Navarra dictó la sentencia del triste caso de La Manada. La sentencia es extensa, rica en detalles (terribles) y rigurosa tanto en la definición de los hechos probados como en el análisis del tipo delictivo en el que dichos hechos probados debían encajar.
Los magistrados se enfrentaron a la empalagosa labor de discernir sobre si los hechos que fueron declarados probados significaron que, sobre la víctima, los acusados habían ejercido intimidación (lo que se traduciría en agresión sexual) o prevalimiento (que daría lugar a la apreciación de abuso sexual). La elección de las dos conductas –sobre la que dependería en último término el fallo de su sentencia– no fue arbitraria o caprichosa: nació de la literalidad de nuestro Código Penal, que exigía de manera imperativa encajar la conducta de los acusados en una u otra definición.
La decisión de la Audiencia Provincial de Navarra (ratificada por el Tribunal Superior de Justicia de Navarra y modificada, más tarde, por el Tribunal Supremo) fue la de encajar los hechos probados en la definición de prevalimiento. Rápidamente el pueblo tomó las calles, indignado. Nunca la labor de unos jueces había estado tan en entredicho en nuestro país.
Hace un mes la Audiencia Provincial de Zaragoza ha juzgado a Rodrigo Lanza quien, tras haber cumplido condena acusado de dejar tetrapléjico a un guardia urbano en 2006, mató nueve años después, a golpes, a un hombre a la salida de un bar. El jurado, tras un análisis de la prueba obrante en el expediente, le ha considerado culpable de homicidio imprudente y los magistrados le han impuesto una pena de cinco años, de tal suerte que podrá salir libre el próximo mes de junio de 2020 (al llevar, ya, dos años en prisión provisional).
Esta vez, sorprendentemente, no se han tomado las calles ni ha habido movilizaciones que hayan evidenciado indignación o preocupación por esa condena a cinco años que pudiera parecer insuficiente para hacer justicia –si se atiende, por encima de todo, a los hechos considerados probados y al pasado del acusado–.
Hace pocas semanas la Audiencia Provincial de Burgos ha condenado a 38 años de prisión a cada uno de los acusados en el "caso Arandina". La sentencia es rigurosa y extensa en la definición de los hechos probados. Los magistrados de la Audiencia Provincial se han limitado a encajar esos hechos en lo que se conoce como agresión sexual (y, para aplicar las penas, a seguir el camino que marcó el Tribunal Supremo en la sentencia del caso de La Manada), sobre la base de lo que han considerado apropiado a la luz de la valoración de la prueba y de las declaraciones de testigos, peritos y expertos en diversas materias.
Esta vez tampoco se han tomado las calles, si bien sobre el ambiente flota una actitud de cuestionar cada decisión que han tomado y cada paso que han dado los magistrados de la Audiencia Provincial de Burgos –cuando prácticamente nadie ha tenido acceso a la sentencia, luego cualquier juicio y opinión es, salvo excepciones, meramente superficial–.
Los ejemplos anteriores (a los que se suman, por ejemplo, las críticas a los magistrados del Tribunal Supremo tras la sentencia del procés) arrojan una conclusión preocupante: el trabajo de nuestros jueces se ha cuestionado y se viene cuestionando sin rigor, sin prudencia, sin base fáctica o legal alguna y, si me apuran, con cierta incongruencia e hipocresía.
Nuestros jueces (los míos, los suyos), a la hora de enjuiciar la comisión de un delito, tienen la obligación de, sobre la base de unos hechos considerados probados –para ello, dichos hechos han de someterse a unos estándares enormemente rigurosos (entre otras cosas, para garantizar la efectividad del principio in dubio pro reo)–, aplicar el Código Penal (aprobado en democracia). En este sentido, los jueces están atados de pies y manos por unos hechos que deben engarzarse en un texto legal. Será ese binomio el que determinará la suerte de quien se siente en el banquillo.
Los sentimientos no entran (ni pueden hacerlo, so pena de interferir en el recto funcionamiento de nuestro sistema de justicia) en la ecuación.
Confíen en nuestros jueces y déjenles trabajar.
Alberto Manzanares Entrena, asociado senior de Procesal de Ashurst.