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Tribuna
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Lecciones sobre la intervención estatal en la economía a partir del Pato Donald

El premio Nobel Friedrich von Hayek ya habló sobre la figura arrogante de los planificadores centrales a la hora de tomar decisiones y sus resultados fatales para las sociedades

El premio Nobel de Economía Friedrich von Hayek, en 1974.
El premio Nobel de Economía Friedrich von Hayek, en 1974.VOTAVA ( AFP/ ContactoPhoto) (VOTAVA / AFP / ContactoPhoto)

El impuesto de la renta en Estados Unidos se implementó en 1861 para financiar la Guerra Civil, aunque su funcionamiento como lo conocemos hoy día comenzó en 1913 con unos tipos impositivos desde el 1% al 7%. El progreso llevó a los tipos marginales hasta el 37% actual (con un máximo del 94% en 1944). Hasta una época tan reciente como 1939 tan solo se presentaban cuatro millones de declaraciones (entre 140 millones de habitantes), que aumentaron exponencialmente hasta 50 millones en 1945 para financiar la Segunda Guerra Mundial (la recaudación aumentó por 20 durante esos cinco años).

Durante los primeros años de su implementación no existía la retención a cuenta ni las contribuciones sociales del trabajador pagaderas por la empresa. Los trabajadores, egoístas y avariciosos como son, pensaron que el fruto de su trabajo les pertenecía. No eran conscientes de la rapiña del Leviatán estatal y, osados ellos, se gastaban el fruto de su esfuerzo con lo que los ingresos fiscales al año siguiente dejaban mucho que desear para alimentar a ‘La Bestia’.

Pero he aquí que la Segunda Guerra Mundial vino al rescate del exprimidor fiscal. Y para hacérselo digerir mejor a los ciudadanos se contrató a Disney, que produjo la película El Espíritu de 1943, protagonizada por el Pato Donald, incentivando a los ciudadanos a poner dinero aparte con el fin de financiar el esfuerzo bélico bajo el lema “Taxes to bury the Axis” (que, pronunciado en inglés, es una frase que rima y que viene a decir “impuestos para destruir al nazismo”).

Obviamente, dieron igual todas las películas que se produjeran, porque esos obcecados e insolidarios trabajadores (oliéndose lo que estaba por venir) eran reacios a alejarse de sus ahorros. Así que, en 1943, se implementó de forma transitoria y como medida de emergencia la retención en origen del salario de los trabajadores. 81 años más tarde sigue en vigor. De ahí que Murray Rothbard definiera al Estado como “la organización del robo sistematizada y a gran escala”.

Vivien Kellems, empresaria americana, alcanzó notoriedad nacional cuando se negó a aplicar la retención en origen a sus trabajadores en 1948, argumentando que ese dinero les pertenecía a ellos (además de que no tenía por qué ser su empresa una subcontrata de Hacienda encargada de recolectar los impuestos de sus empleados).

La retención en origen y las contribuciones sociales tienen un fuerte impacto psicológico, ya que los trabajadores no perciben como suyo aquello que legítimamente les pertenece, pero que ni siquiera llegan a ver. No son conscientes de los impuestos que pagan, especialmente si se pagan de forma gradual. La percepción sería totalmente distinta si se pagasen todos de golpe en una fecha concreta (especificando claramente a qué se decida cada euro). Entre cotizaciones sociales, IRPF, IVA y demás impuestos (hidrocarburos, sucesiones, patrimonio, donaciones, IBI, etc.) un ciudadano en España paga, de media, cerca del 65% en impuestos (entre el 40% y un 85%, dependiendo del ciudadano).

Este sistema fiscal y laboral ha generado un paro medio en España del 17% durante los últimos 44 años (que se dice pronto) y un salario bruto medio mensual de 2.100 euros (la moda y la mediana están entre 1.500 y 1.700 euros, según el INE). Quién sabe si un enfoque diferente generaría resultados más alentadores.

Esa Hidra estatal insaciable se financia con deuda, confiscación, tipos de interés negativos e inflación que los ciudadanos hemos votado, ya que, no hay que olvidarlo, la inflación no es más que el precio que los votantes pagamos por esas promesas que los políticos nos dijeron que serían gratis. Ya en 1355, Nicolás Oresme, brillante matemático, economista y físico francés, publicó su Tratado de la Inflación, argumentando que no es necesaria, que no ayuda a la economía en absoluto y que crea ganadores y perdedores, enriqueciendo al gobierno a costa de los ciudadanos. Oresme, hace 700 años, la consideraba peor que la usura y la causa principal del declive de las civilizaciones. Esta línea de pensamiento se siguió por muchos economistas, incluido Ludwig von Mises, quien en Observaciones y Causas del Declive de las Antiguas Civilizaciones ya mencionaba que “ningún romano era consciente que el proceso de desintegración social estaba inducido por la interferencia del gobierno en la fijación de precios y en la depreciación de la moneda”.

Los tipos de interés negativos (de los cuales ya he hablado en numerosas ocasiones) llegaron a tal nivel de absurdo (no solo por los proyectos que jamás debieron haber visto la luz del sol) que antiguamente hubiese parecido que los más ricos del planeta eran pobres de pedir.

En las antiguas novelas inglesas y francesas la riqueza de los individuos se medía como una renta anual (relativa a las inversiones y a los activos inmobiliarios). Así, en el capítulo 106 de El Conde de Montecristo, Lucien Debray indica a Madame Danglars: “Señora, sois poseedora de una espléndida fortuna; una renta de 60.000 libras al año” y la fortuna del propio Edmon Dantès y los demás personajes es expresada en términos similares, al contrario que hoy día, en que la fortuna se expresa como el patrimonio total (“es un billonario”). Y es que cuando los tipos son cero o negativos y el mercado inmobiliario se somete a un control de precios, la renta anual del individuo tiende a cero (por mucho patrimonio que tenga), expropiándosele sus retornos para favorecer a otros grupos económicos.

Esta manipulación del mercado es lo que Friedrich von Hayek, Premio Nobel de Economía en 1974, puso de manifiesto en su famoso libro La Arrogancia Fatal en el que se explica como los planificadores centrales creen, arrogantemente, que poseen toda la información necesaria para la toma de decisiones (algo que solo puede obtenerse en el libre mercado) con resultados fatales para las sociedades.

Todo lo anteriormente mencionado es más importante de lo que parece a la hora de calcular la posible rentabilidad de un sistema financiero increíblemente apalancado, dependiente de la economía, el empleo, los salarios y los tipos de interés (entre otros factores). Aunque parezca mentira, según los datos del Banco de España, el negocio de los bancos en el país ha generado un retorno sobre el capital de menos del 7% de media durante los últimos 31 años, un período de tiempo lo suficientemente largo como para sacar conclusiones y que engloba varios ciclos económicos (y eso a pesar de los resultados inusualmente altos en tiempos recientes gracias a las subvenciones de los contribuyentes a través del dinero gratis del BCE).

Santiago López es CFA

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