¿Otra vez a vueltas con el despido?
En comparación con otros países de la Unión Europea, los costes en España son altos y los procedimientos rígidos
La clase política y las organizaciones empresariales y sindicales andan a vueltas, una vez más, con la regulación del despido. Los ecos de la revuelta llegan ya a la calle y a los medios de comunicación y parece que esto de plantearse la regulación del despido y su coste vuelve a la escena una y otra vez, sin límite.
Muchas de las abundantes reformas laborales producidas desde el primer Estatuto de los Trabajadores (1980. En sí mismo, una reforma laboral del régimen preconstitucional), tuvieron el coste del despido como uno de los protagonistas sobre los que giraban los cambios en busca del mejor funcionamiento del mercado laboral -más y mejor empleo-. Las posturas de empresarios y sindicatos son, en este caso, lógicamente contrarias. Los sindicatos defienden costes de despido más altos para mayor protección de los trabajadores que pierden su empleo, y los empresarios buscan costes más reducidos para facilitar la contratación. Ambas partes tienen parte de razón y, con cesiones mutuas, han sido capaces de llegar a acuerdos sobre la cuestión. Las indemnizaciones por despido vigentes, con todos los matices que se quiera, tienen su origen en un acuerdo de los interlocutores sociales de 1997.
En la última reforma laboral, los negociadores sociales decidieron que “no tocaba” hablar de despido. Llegaron a un acuerdo sobre otras cosas, como la lucha contra la temporalidad en el empleo. El Gobierno y el parlamento -este último por los pelos-, “compraron” y convirtieron el acuerdo en ley. Una ley que los optimistas calificaron como histórica y duradera, gracias a su origen pactado. Desde esta última reforma no han pasado dos años y el despido vuelve a escena. Los sindicatos han denunciado la regulación española ante el Comité de la Carta Social Europea porque, según ellos, el sistema de indemnizaciones fijadas por ley no frena suficientemente los despidos sin justa causa. Los titulares del Ministerio de Trabajo plantean considerar una nueva regulación del despido relacionada con la edad y situación de los afectados, sin concretar mucho más. Bastantes jueces, sin un patrón claro, establecen indemnizaciones adicionales a las de la ley, mientras el Tribunal Supremo avala que en un despido colectivo se pague menos indemnización a los trabajadores mayores porque tienen más cerca el acceso a la jubilación.
El debate parece interminable y genera un elemento de inseguridad e incertidumbre que no ayuda en absoluto -más bien lo contrario- al buen funcionamiento del mercado de trabajo y a la confianza en un sistema legal que debería considerar de manera equilibrada los distintos y contrapuestos intereses en juego. Además, junto a los costes de las indemnizaciones, la amenaza de revisión continua se extiende a otras cuestiones relacionadas, como el alcance de la revisión judicial, las diferencias entre despidos por incumplimientos del trabajador o por necesidades del negocio o la intervención administrativa en los despidos colectivos.
Como el coste de la indemnización por despido no está fijado en unas tablas universales y la ley debe dar una respuesta que, además de general y equilibrada a infinidad de casos y circunstancias diferentes, sea operativa, conviene recordar algunas cuestiones importantes: la seguridad jurídica y la confianza de las partes son fundamentales para que el sistema funcione. En los más de cuarenta años de vida del Estatuto de los Trabajadores, el sistema ha funcionado razonablemente. Durante ese periodo, la legislación y la jurisprudencia de la Unión Europea han completado un amplio marco legal en la materia. En comparación con otros países de la Unión Europea, los costes de despido en España son altos y los procedimientos rígidos, sobre todo para las pequeñas y medianas empresas y para los despidos económicos.
La cuestión es compleja y no hay soluciones mágicas para resolverla. De hecho, lo primero que habría que pensar es en quién puede hacerlo (o intentarlo, al menos). Quizás sería bueno que fueran las organizaciones empresariales y sindicales las que, de una vez por todas y como ha ocurrido en otros países, asumieran esta responsabilidad y, por iniciativa propia, le pusieran el cascabel al gato. No para una reforma parcial de este u otro artículo, sino para diseñar y ponerse de acuerdo en un modelo de relaciones laborales con vocación de permanencia y asumido por todos, que abordase no solo el despido, sino también los grandes retos que nuestro tiempo plantea a la regulación laboral: tecnología, envejecimiento, nuevas formas de trabajo...
Legislar corresponde -obviamente- a los representantes de la soberanía popular, pero una base sólida, derivada del acuerdo, es la única garantía de estabilidad y certidumbre y sería de una gran ayuda para el legislador. Evitar la práctica de que los acuerdos sociales se alcancen solamente cuando son exigidos por el gobierno de turno (o por Bruselas) y que cada parte -empresarial o sindical- busque que el Gobierno, más o menos afín, resuelva lo que no son capaces de obtener en la negociación directa, sería un gran paso para que los unos y los otros acepten el modelo con todas sus consecuencias. Mientras los interlocutores sociales no asuman como propia y exclusiva la definición y regulación de las reglas de juego del mundo laboral, viviremos esperando la siguiente reforma laboral, que será la última…antes de la siguiente.
Juan Chozas, socio de Auren Abogados