El azote silencioso (y evitable) de la ‘inflación’ regulatoria
El Gobierno mantiene la entrada en vigor para enero del impuesto del plástico, un tributo que Italia ha suspendido y que ningún otro Estado miembro aplica
Todos los días nos despertamos con numerosas publicaciones que hace referencia al alza de precios que enfrentamos los ciudadanos en algunos de los insumos más básicos: electricidad, gas, carburantes, alimentos, electrodomésticos, ropa, calzado, etc. Y, de rebote, también nuestras cuotas hipotecarias aumentan ante los intentos del Banco Central Europeo de combatir unas tasas de inflación que no veíamos en nuestro país –ni en el resto de la UE– desde los años ochenta. Se trata de un asunto que, lógicamente, nos inquieta muchísimo, pues está mermando nuestra capacidad adquisitiva de manera muy contundente y en apenas unos pocos meses.
La industria alimentaria y el sector del dulce también son víctimas de esta situación. El shock de demanda tras la pandemia, unido al posterior shock de oferta provocado por la invasión de Ucrania, han tensionado las cadenas globales de suministro con una magnitud y velocidad no vistas antes, ni siquiera durante las virulentas crisis de los años setenta. El pasado mes de septiembre, Caixabank Research publicaba un artículo en el que señalaba que los precios agrícolas habían aumentado, en promedio, un 40% interanual (con cereales y lácteos haciéndolo en un 68%). Otros ingredientes básicos para nuestra industria, como el azúcar, han llegado a cotizarse al doble de su precio apenas unos meses atrás. El aceite de girasol (que importábamos en un 70% desde Ucrania) se ha convertido en el nuevo oro líquido del mercado, con permiso de nuestro excepcional aceite de oliva. Y la factura energética fácilmente se ha duplicado en el común de las empresas, a pesar del positivo impacto que ha tenido la aplicación de la excepción ibérica en nuestro país.
Hasta aquí, el lector tal vez se haya sentido sorprendido por la magnitud de estos impactos, pero no tanto por su naturaleza. Tal vez le sean menos conocidos los golpes que han sufrido algunas de nuestras industrias proveedoras, como la de plásticos y vidrio, ambas grandes consumidoras de energía. Esto se ha traducido en un incremento muy notable también de los costes de envases y embalajes.
Pero es muy probable que el consumidor de a pie desconozca que nuestro sector también enfrenta otra inflación silenciosa, artificial, que nunca encontrará desglosada en las estadísticas oficiales del IPC. Una inflación que, además, podría evitarse. Se trata de la inflación debida al impacto de los costes regulatorios y que, desgraciadamente, es especialmente gravosa en nuestro país, a pesar de la difícil situación que empresas y familias atravesamos.
Precisamente es a esta inflación a la que la Presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, se refería hace unos meses al advertir de que era el momento de “aliviar la carga sobre los hombros de las empresas” y no de poner trabas adicionales. Una advertencia que en nuestro país parece haberse desoído por completo.
Nuestro sector, y la industria alimentaria en general, llevan mucho tiempo comprometidos con la sostenibilidad en su producción y consumo. Sin embargo, es precisamente desde esta área donde las empresas reciben el mayor castigo en el peor momento. La trasposición de las directivas europeas de sostenibilidad –cuyo espíritu compartimos totalmente–se está traduciendo en la imposición de nuevos requisitos adicionales en nuestro país. Por ejemplo, la aplicación del real decreto de envases y embalajes tendrá un impacto de 5.000 millones de euros sobre la industria alimentaria española, que se sumarán a los costes de responsabilidad ampliada –el famoso punto verde– que cada año crecen de manera muy notable con la adopción de estas nuevas medidas.
Pero si hay un elemento especialmente paradigmático de esta actuación a contracorriente y desmedida por parte de nuestra Administración, ese es, sin duda, el impuesto sobre plásticos de un solo uso. Se trata de un gravamen que ningún otro país de la UE aplica y que Italia, único país que, junto a España, había contemplado su adopción, ya ha dejado en suspenso durante al menos un año ante la actual coyuntura.
Somos muchos los que, desde la industria, comenzando por federación, hemos solicitado en innumerables ocasiones la moratoria de un año para la entrada en vigor de este impuesto, pues además del impacto económico directo que comportará (casi 700 millones de euros), la indefinición que aún hoy rodea a su implantación –prevista para el próximo 1 de enero– lo convierte en un elemento de clara inseguridad jurídica para nuestras empresas.
También alimentan esta inflación silenciosa en nuestro país otros aspectos regulatorios como la adopción de un impuesto sobre los gases fluorados –imprescindibles para el trasporte y refrigeración de muchos de nuestros productos– o el aumento de las bases de cotización a la Seguridad Social, que, dado su potencial efecto negativo sobre la contratación y a tenor del récord de recaudación que el Ministerio de Hacienda proyecta para este año, se antoja también una medida muy contraproducente e inapropiada en estos momentos.
Pero tal vez lo más lacerante de esta inflación artificial y silenciosa no es solo que puede ser fácilmente evitable, sino que una vez incorporada no existen medidas por parte de los bancos centrales para revertirla. Se consolida y, en realidad, solo puede ir a peor.
Desde nuestro sector seguiremos esforzándonos para ofrecer a los consumidores productos de calidad y competitivos, y procurando el mejor futuro posible para los 25.000 trabajadores con que cuenta el sector del dulce. Como siempre me gusta destacar, y así se ha demostrado en esta y otras épocas, con nosotros siempre se podrá contar. Al menos, mientras sobrevivamos.
Rubén Moreno es Secretario general de Produlce (Asociación Española del Dulce)