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Escrito en el agua
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

A falta de un pacto de rentas privadas negociado, uno de rentas públicas dictado

El Gobierno ha pasado de reclamar un esfuerzo colectivo consensuado contra la inflación a imponer un no pacto selectivo e inflacionista

La descomunal subida de las bases de cotización a la Seguridad Social que los empresarios y sus trabajadores más cualificados deben abonar desde el primero de enero es la última resaca de un tsunami de ajuste de rentas que acompañará al Presupuesto de 2023, y del que los afectados se han enterado por los periódicos. Otro impuesto de solidaridad, permanente en este caso, para financiar la parte de las pensiones que los cotizantes con bases bajas no costean y que además no proporcionan rédito alguno a quien las paga, porque toda la subida adicional desborda ya la proporción de la cotización que construye la pensión.

Una sobrecotización a beneficio de inventario que refuerza la recaudación del que es ya el primer impuesto del país, que grava un bien escaso como el empleo y que subirá en 2023 un 12,7%. Una carga adicional que abonarán las empresas y los casi dos millones de empleados que ya estaban en cotización máxima y cuyos sueldos sobrepasen la nueva base de 4.495 euros mensuales, para meter en la caja deficitaria de las pensiones otros 800 millones de euros; un colectivo que salió indemne del retoque de la ministra de Hacienda al IRPF, pero al que estaba esperando la cizalla de Escrivá, que lleva tiempo amenazando con el destope de las cotizaciones, como si tuviera pensado activar el paralelo el descorche de las pensiones. Una sobreaportación, en definitiva, que cuadra el círculo de una especie de pacto de rentas públicas, a falta de un pacto de rentas privadas negociado entre patronal y sindicatos.

Los dirigentes empresariales han encajado la decisión como un inaceptable agravio, por entender que se ha vulnerado el espíritu del diálogo social y que se rompe toda posibilidad de compromiso para afrontar la segunda parte de la reforma de las pensiones, la que tiene que entrar en las variables que proporcionen al sistema público la sostenibilidad que no tiene.

La CEOE ha vuelto a comprobar, como tantas veces en los últimos años, que el diálogo social para el Gobierno es un instrumento para adornar y edulcorar sus decisiones, y para cebar el discurso crítico y sesgadamente ideológico contra las empresas que la parte podemita del Ejecutivo práctica de serie, y al que la parte socialista se apunta ahora porque aprieta la demoscopia. La patronal ha constatado que cada pacto con el Gobierno de Sánchez es una cesión contra sus propios intereses, y que la suavización de última hora de la reforma laboral para que quedase en media contarreforma no fue tanto obra de su presión como de la vicepresidenta primera para evitar los despropósitos de la vicepresidenta segunda. Si gobiernos pasados negociaron con una patronal que contribuyó a la modernización de las relaciones industriales, desde el tardofranquismo intervencionista y paternalista hasta un modelo de compromiso y libre competencia que situaba la libertad de empresa en el centro de la economía, el actual le ha perdido el respeto debido, con la pasividad de una cúpula empresarial más preocupada por agradar y recomponer una supuesta mala imagen de España en el exterior que por defender al precio que fuese los intereses de sus representados. Desde Moncloa no se cuenta con los empresarios, y hasta se ha dejado de asistir a sus actos institucionales, aunque fuesen más de representación que de reivindicación.

El diálogo social ha sido siempre un socorrido lubricante de las relaciones económicas desde la Transición. Y como hijo predilecto del mismo, el pacto de rentas tradicional funcionó desde los Pactos de la Moncloa hasta mediados de los ochenta como una herramienta de control de los costes laborales para presionar a la baja los precios y poder someter una inflación que se enseñoreó en el doble dígito durante la doble crisis energética (1973 y 1979). Pero perdió efectividad por entender los sindicatos, entonces con más poder de presión que ahora, que se utilizaban para maniatar los salarios y dejar volar los beneficios, y para desplazar otras cuestiones (política fiscal, legislación laboral, poder sindical en la empresa) que terminaban desactivadas por la acción política. El pactismo perdió súbitamente brillo, y se limitó a asuntos puntuales (contratación, pensiones, formación, etc.), mientras se recuperó el acuerdo interconfederal bilateral de salarios hasta que la crisis de 2008 enterró la amenaza inflacionista.

Hasta ahora no había vuelto a reclamarse un pacto de rentas, pero se ha invocado porque el avance de los precios ha desbordado las previsiones y existe una amenaza seria de cronificarse con efectos de segunda y tercera vuelta. Se planteó desde el Gobierno como una herramienta para controlar costes y márgenes, y la doctrina comenzó a añadir elementos que deberían estar en el cóctel, como los precios de los alquileres, la fiscalidad (deflactación de las tarifas de los impuestos) o el destino de los beneficios.

El Banco de España, la Comisión Europea, la AiREF y todos los expertos reconocidos arroparon la iniciativa, pero el planteamiento de partida de unos y otros dejó poco margen al compromiso, y nunca existió un liderazgo en el Gobierno, la patronal o los sindicatos para forzar el consenso. Más al contrario: los alineamientos previos hicieron desistir a las partes de intentar algo que de antemano unos consideraban que no les beneficiaría y otros que los réditos terminarían cayendo por decisiones políticas. Unos querían un pacto para cercenar la inflación, que es de lo que se trataba, y otros para que les devolviera lo que la inflación les arrebataba, que es una inestimable contribución a perpetuarla. Unos por otros, la casa sin barrer y la inflación en el 10% recortando en solo un año 90.000 millones de poder de compra de los ahorros de los españoles y más de 40.000 millones de capacidad real de sus salarios.

A falta de un acuerdo sobre el comportamiento de las rentas, de todas las rentas, ha surgido un no pacto de rentas públicas sellado en el BOE, que solo alivia los efectos de la inflación a una parte de la población con las aportaciones de otra parte del país, y que además es inflacionista. Los ingredientes son, además de la inicial subida del Salario Mínimo, una bajada obligada y con retardo de diversos impuestos ligados a la energía, que estimula su consumo; rebajas en los precios de los transportes y topes a los alquileres que incentivan el desahorro; un impuesto especial por dos años a energéticas y banca por los supuestos beneficios extraordinarios, que terminará yendo a precio final porque así lo dice el mercado y el propio BCE; una subida general del impuesto sobre sociedades por la vía pasiva de limitar la compensación de pérdidas; un gravamen especial creciente a grandes fortunas que cercena y cuasi incauta las renta del capital; y, por fin, una subida de cotizaciones a las empresas y sus empleados más cualificados del 8,6%. Y en la redistribución, una subida financieramente incoherente de las pensiones y una mejora de las soldadas del funcionariado menos generosa que los sindicatos próximos al patrón han dado por buena.

José Antonio Vega es periodista

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