Anomia: construir nuevos significados en la sociedad de consumo
Nos encontramos ante el fin de varios caminos que serán el principio de otros nuevos.
Francis Fukuyama, un joven politólogo que trabajaba en el Departamento de Estado del Gobierno Estados Unidos publicaba en 1989 un artículo en la revista The National Interest llamado ¿El fin de la historia? En este controvertido artículo, que más tarde se convirtió en libro, analizaba cómo a través de una serie de eventos sociales y culturales, solo la democracia liberal iba a sobrevivir como modelo de gobierno legítimo. Con la caída del muro de Berlín, los regímenes comunistas y la desintegración de la URSS, nos esperaba un futuro donde el cálculo económico prevalecería por encima de todo, así como la preocupación por el medio ambiente, la priorización por los debates técnicos y la satisfacción de las necesidades consumistas. ¿Nos suena de algo?
Hoy, más de 30 años después, podemos decir que el escenario actual se asemeja al dibujado por Fukuyama. Los indicios de agotamiento del sistema son evidentes, pero se le suma un “espíritu de la época enrarecido”. Los años 90 traían aires de deleite estético y cultural, disfrute y despreocupación. Se vivía bajo un hedonismo cínico alimentado por un optimismo (¿ignorancia?) que hoy es impensable. Actualmente se vive una pérdida de fe en lo institucional, lo económico, lo personal y lo profesional.
Numerosos eventos sociales que han irrumpido súbitamente nos hacen sentir que todo avanza muy rápido. Parece que las reglas que han gobernado el mundo que conocíamos ya no valen, que nuestros conocimientos y habilidades tienen fecha de caducidad, que las maneras de relacionarnos están bajo revisión y que lo antes era verdad ahora hay que ponerlo en cuarentena. Todo transcurre muy rápido y así es como debe ser. Detenerse es sinónimo de pereza o indecisión, si no avanzas retrocedes y aún no hemos alcanzado la primera de nuestras metas que deseamos tener la receta para acercarnos a la siguiente.
Pérdida de significados
Convivimos con un futuro de metaversos y prodigios digitales donde todo es configurable y nos amplifica como humanos, pero a la vuelta de la esquina la amenaza de una guerra nuclear nos acerca al final de los tiempos de la especie humana. Sinceramente, cuesta entender qué sucede y a qué resortes conocidos responde. Porque todo parece nuevo pero en el fondo tenemos la sensación de estar presenciando una historia que se repite continuamente y no nos pertenece.
Cuanto más nos informamos, menos entendemos la realidad (ni el precio de la energía, ni las guerras, ni el crecimiento de ciertos colectivos sociales o políticos, ni los medios de comunicación, ni las razones que guían nuestras empresas, ni si quiera el último disco de Rosalía). Sin embargo, esto contrasta con la simplicidad de las reglas del juego para vivir. El manual de instrucciones se ha simplificado tan radicalmente que los grises sobran: follow / unfollow, fan / hater, digital /analógico, pasado / futuro, víctimas /verdugos, tóxico / saludable, match / no match, test positivo / test negativo.
En definitiva, nos sentimos “perdidos en el mundo” como personas, ciudadanos y compradores. No sabemos qué nos pasa ni porqué nos pasa.
Lejos de caer en nihilismos, detrás de esta sensación común hay una explicación. Llamémoslo diagnóstico. Se llama anomia y es un concepto utilizado en ciencias sociales asociado al sociólogo Emile Durkheim. En esencia se refiere a una degradación de las normas sociales que rigen nuestro comportamiento social y lo hace inestable. Esta erosión de las normas sociales que guían nuestra cotidianidad suele aparecer en periodos de profunda revolución y ante cambios bruscos.
Pueden ser cambios mundanos como un ruptura sentimental, la pérdida de un trabajo o un cambio de ciudad. También pueden ser más complejos como los que nos rodean derivados de pandemias, guerras, cambios tecnológicos, desafíos energéticos y climáticos.
Los síntomas de la anomia son la desorientación, la extrañeza, el desarraigo y el desánimo. La sensación de vacío. No entiendo nada, es anomia; ¿Qué debo hacer ahora? es anomia; no sé qué debo creerme, es anomia; ¿Hacia dónde vamos?, también es anomia. Preguntas que buscan repuestas para rellenar el lienzo en blanco de estos tiempos líquidos sin certezas.
Ante ello, debemos ser conscientes de que la anomia es un proceso. Como el duelo o la confianza no se atienen a marcos temporales ni a fórmulas mágicas. La anomia debe ser entendida, aceptada y asumida antes de poder crear un nuevo tejido vital útil. Para ello debemos ser capaces de construir otros significados que den sentido a nuestra realidad y eso no es tarea fácil ni rápida.
Cómo acabar con la anomia
Precisamente, en tiempos de fugacidad, huir de la anomia requiere detenerse, escoger bien, masticar con calma. Obliga a definir nuestras identidades y fronteras ¿Quién soy y quién quiero ser? ¿hasta dónde queremos llegar como sociedad? ¿qué deseo que permanezca? A la anomia le sienta bien el río revuelto y contra ello se necesitan altas dosis de saber lo que queremos y lo que no queremos.
Porque para rellenar el vacío en la sociedad de consumo actual debemos recurrir a certezas que valgan hoy, mañana y dentro de unos años. Así como poder confiar en los acuerdos que alcanzamos con cada uno de los agentes que forman parte del mercado: política, empresas, agentes económicos y sociales. Las personas son el centro de este sistema y no deben sentirse piezas necesarias de consumo a expensas de objetivos externos.
Este trabajo, al que estamos invitados cada uno de nosotros, nos va a exigir una renegociación de nuestras relaciones con la tecnología, la compra de productos y servicios, los medios de comunicación, las redes sociales, el trabajo, nuestro ocio, el concepto de familia, la educación, y las relaciones con los demás. Porque, reconozcámoslo, ahora no todo ajusta bien.
Algunos caminos están agotados, otros nuevos se abrirán. La recuperación del sentido comienza por dejar de quemar ciclos a toda velocidad, disponer de tiempo para pensar y sentir, vivir sin recelos y disponer de unos cuantos porqués lo suficientemente sólidos para alimentar nuestra fe.
Borja Martín e director de la consultora Kale y profesor de Esade Business School