La Administración tributaria digitalizada, más voraz que nunca
El uso de la tecnología está convirtiendo un sistema ineficaz, pero generalmente justo, en otro expropiatorio, arbitrario e irrespetuoso con la libertad individual
La conversación sobre la velocidad que los cambios tecnológicos han adquirido en los últimos decenios se ha convertido en algo recurrente. A nadie se le escapa que han traído fuertes alteraciones en lo cotidiano, ni que, en un futuro, esa evolución puede ser exponencial. Sin embargo, lo que no se comenta de forma tan habitual son las consecuencias que esa revolución tecnológica está teniendo sobre aquellas actividades, acciones o procesos que, al estar concebidas para una tecnología ya superada, afectan a la ciudadanía con extrema gravedad.
La mayoría de las normas que están actualmente en vigor en el Derecho positivo fueron creadas para un mundo post-Revolución Industrial. Las normas más antiguas del ordenamiento español que aún están en vigor puede que sean la Ley de Usura de 1908, el Código Civil (1889) y el de Comercio (1885), o la Ley de Notariado de 1862. Legislaciones aprobadas a finales del siglo XIX, bajo la influencia de la codificación napoleónica, pero que siguen siendo, hoy en día, normas esenciales en el Derecho español.
Otras más modernas, como el Estatuto de los Trabajadores, data de 1980. Hay infinidad de normas en vigor anteriores a la Constitución de 1978. Pero no es necesario retroceder tantos decenios en el tiempo: basta con recordar que la legislación procesal española es del año 2000 (Civil) y 1990 (Laboral). Por no hablar de la Criminal, que es de 1882.
Los ordenadores nos acompañan desde hace 50 años, pero se puede decir que, hasta la mitad de ese margen temporal, no se convirtieron en parte natural del día a día de nuestras vidas. Desde entonces, todos los procesos han sufrido mejorías extraordinarias, fruto del aprovechamiento de los procesadores, hasta el punto de que, hoy en día, una persona con una tabla de Excel tiene en sus manos una herramienta que, hace un siglo, solo cabría denominar como magia.
Lógicamente, a cada realidad (nunca mejor dicho en la era de las realidades virtuales como la del metaverso) le corresponde una problemática específica, en muchos casos asimilable a otras existentes, pero en otras, radicalmente nueva. Sin embargo, estos cambios pueden ser asimilados por el ser humano, y esas herramientas abstractas llamadas leyes, aplicando la analogía. A los problemas nuevos, antiguas soluciones. El problema de la última década es que la legislación se aprueba para ir dando respuesta a las problemáticas que van apareciendo, pero estamos en un punto en el que se ha producido un adelanto tan revolucionario que condiciona todo el sistema.
La gestión de los infinitos asuntos que lleva a cabo la administración pública genera una necesidad de burocracia del mismo nivel. Históricamente, esa burocracia era asimilada por personas físicas que se dedicaban a tramitar de forma personal cada asunto. La forma, pues, de gestionar con mayor eficacia era a través de la aplicación de procesos que se afinaban a través de la experiencia y la inclusión de más trabajadores. Aun así, la capacidad era limitada, lo que producía la necesidad de asumir unas “mermas” de eficacia o márgenes de error. El gobernante asumía la existencia de esos márgenes de error y, por lo tanto, asumía que muchas infracciones relativas al régimen sancionador administrativo quedarían impunes.
Sin embargo, un sistema sancionador tiene como objeto impedir y, sobre todo, prevenir la comisión de infracciones a través de la persuasión de los potenciales transgresores. Una persuasión que se consigue a través del establecimiento de unas sanciones lo bastante elevadas como para que aquél con intención de realizar acciones ilícitas se lo piense mejor. Además, las administraciones encuentran en el régimen sancionador una suculenta fuente de financiación. Parte de su estructura se financia con esas multas e intereses derivados de las mismas.
Piénsese en el ámbito tributario. Una sanción puede llegar al 50% del principal, y los intereses se calculan según el interés general. Esto supone que un porcentaje muy importante de la recaudación se debe a la aplicación del régimen sancionador tributario.
Siguiendo la lógica de lo explicado hasta ahora, con la informatización de la administración pública también se produce un fenómeno de crecimiento desmesurado de la presión fiscal general porque, a mayor eficiencia en la aplicación del régimen sancionador, un crecimiento de la recaudación. La idea en sí podría considerarse positiva: desde luego, en el plano moral, detectar y sancionar el fraude con mayor precisión suena muy bien. Pero, en la práctica, la situación presenta varias consecuencias negativas:
1. No todo es fraude. La norma deja siempre un margen de interpretación, que, a la hora de la verdad, la administración valora siempre en su propio interés. Es decir, sancionando.
2. El sistema digitalizado y automatizado evita las consecuencias negativas de la atención en persona, pero también niega la posibilidad de aprovechar la parte positiva de poder hablar cara a cara con un representante de la administración. Siempre en favor de esta última, claro.
3. Como antes comentaba, el sistema sancionador estaba pensado para unas circunstancias en las que se contaba con una importante merma por ineficacia: por eso las sanciones eran más altas. Se trataba de cuadrar las cuentas con menos infracciones detectadas.
La conclusión es evidente: la voracidad recaudatoria de la administración se ha visto aumentada de forma progresiva junto al avance de la tecnología. Se está convirtiendo un sistema ineficaz, pero generalmente justo, en otro expropiatorio, arbitrario e inhumano, además de irrespetuoso con la libertad individual y con la intimidad de las personas. Y es que este sistema sancionador también es una herramienta política para la organización de la sociedad. Es decir, que el sistema condiciona las acciones de las personas, sus decisiones y, en definitiva, la libertad.
Ignacio González Gugel es socio fundador y abogado de dPG Legal