El mercado no se deja engañar
Limitar los beneficios de las eléctricas no impedirá la subida de los precios del CO2 ni de la luz
Si sube el precio del trigo, lo mejor para un gobierno es detraer los beneficios de los panaderos. Analizada bajo un punto de vista económico y social parece una conclusión irracional, pero es lo que ha ocurrido con la decisión de detraer ingresos de las compañías eléctricas para abaratar el precio de la factura de la luz.
El precio de la electricidad resulta de las propuestas que diferentes agentes del mercado cruzan hasta casar la oferta y la demanda. Tecnicismos aparte, cuando crece la demanda de electricidad y la producción de las renovables y las nucleares no basta para cubrirla, se recurre al gas. A ello hay que sumar el coste que supone quemar esa materia, un impuesto sobre la emisión de CO2 que crece cuanto más se contamina. El precio del gas se ha multiplicado por cinco en un año, y el del CO2 se ha duplicado. En ambos casos, se debe a que Asia está almacenando gas y está dispuesta a pagar precios altos para afrontar el invierno y evitar la escasez que sufrió el año pasado; mientras tanto, Europa va más retrasada en sus niveles de reservas y por tanto ha de comprar caro.
El incremento del coste del CO2 está unido a la carrera emprendida por la Unión Europea para reducir sus emisiones contaminantes drásticamente a lo largo de esta década. La Comisión pone a disposición de las empresas más contaminantes una serie de derechos de emisiones para llevar a cabo su actividad y no perder competitividad frente a industrias de otros continentes, donde la contaminación está menos penalizada. Desde el año 2005, en Europa existe un sistema denominado Emissions Trading Sistem (ETF) que limita las emisiones de 10.000 instalaciones de gran consumo de energía (centrales eléctricas e industria) y de las compañías aéreas. Todas estas empresas deben monitorizar, verificar y reportar sus emisiones al organismo estatal correspondiente, en el caso de España, a la Oficina Española de Cambio Climático. Cada una de ellas tiene asignada una cantidad limitada de derechos de CO2 que pueden emitir a la atmósfera de forma gratuita, aunque cada año en menos: en el periodo 2013-2020 el ritmo de reducción era del -1,74% anual y a partir de 2021 lo será del -2,2%. Si estas empresas necesitan emitir más de esa cantidad asignada, pueden acudir al mercado y comprar derechos de emisión a través de una subasta, pero como estas asignaciones se van reduciendo, los derechos son cada vez más más caros.
Por su parte, las compañías del mercado eléctrico que no emiten CO2 reciben una retribución estatal de la que ahora deberán devolver la parte correspondiente a los derechos de emisión de CO2, que obtienen por su internalización en los precios marginales por participar en el mercado de producción. Es decir, el Gobierno considera que, al fijar sus tarifas, estas empresas se ven beneficiadas por la subida del CO2 que incorporan al recibo de la luz. Y argumenta que la medida cumple con el principio de rentabilidad razonable en tanto que la minoración solo afectará a las rentas extraordinarias percibidas por el súbito incremento de la cotización del gas, de tal forma que esta será nula tan pronto como dichos precios retornen a valores históricos en términos promedios. Un eufemismo para poder modificar los beneficios de una empresa privada.
Las eléctricas no fijan los precios, el coste de la energía se determina en mercados libres de energía eléctrica, gas natural y derechos de emisión de CO2, con alcance e implicaciones globales. Su producción esta vendida con antelación a la subida de los precios, por lo que estos no les producen beneficios; y la retribución por no emitir carbono está integrada en las inversiones de estas compañías. Por otra parte, los consumidores domésticos acogidos al precio voluntario para el pequeño consumidor, la única tarifa regulada en Europa cuyo precio está referenciado al mercado spot de electricidad, ven que el riesgo de mercado recae sobre ellos sin entender muy bien por qué.
Este sistema y sus posibles impactos los conocen bien los gobiernos y a pesar de ello los han mantenido. En términos económicos, intentar frenar el precio de la luz a costa de unos supuestos beneficios extraordinarios es mal precedente por varios motivos: primero, porque se incumplen compromisos adquiridos, y los costes de las actividades reguladas responden a una planificación y a unos mecanismos retributivos que determinan las rentabilidades adecuadas de las inversiones realizadas.
Segundo, porque produce a las compañías eléctricas un mayor coste de capital que dará lugar a mayores costes de suministro, y habrá riesgo de llegar a una situación parecida a la que ya ocurrió en España en 2013 y 2014 como consecuencia de los cambios en el marco normativo de las renovables, que supuso que prácticamente no se incorporase al sistema nueva potencia renovable durante seis años. En tercer lugar, por su incongruencia: la detracción es ajena al principio “quien contamina, paga” al afectar negativamente a tecnologías de generación no emisoras de CO2. Por lo tanto, es incompatible con la estrategia energética y medioambiental de la Unión Europea y da señales económicas y regulatorias que ponen en peligro los objetivos de descarbonización de la economía y la Ley Europea del Clima. El precio del carbono, ahora en 50 euros, está muy lejos del necesario, 75 dólares por tonelada, que según el FMI se necesita para mantener el calentamiento global por debajo de 2 grados centígrados.
En conclusión, limitar los beneficios de las empresas no impedirá la subida de los precios del CO2 ni de la luz.
Carlos Balado es Profesor de OBS Business School y Director de Eurocofin