El Estado, ¿maestro del tiempo?
Un aviso a políticos irreflexivos: regar financieramente y sin criterio, socializar pérdidas y ‘privatizar’ beneficios es perder dinero, tiempo y oportunidades
Cosas de la memoria en la edad tardía, que se empieza a olvidar lo de ayer mismo para acordarnos de cosas de antaño. Un magnífico profesor de francés, en bachillerato, nos solía ilustrar las lecciones con alguna expresión célebre que, a su juicio, merecía ser comentada. Y así trajo a colación a Voltaire, comparando el mundo con un reloj, por su mecanismo complejo, “el mundo es un reloj y este reloj necesita un relojero”. Más recientemente, pueden encontrarse en la literatura referencias emparentadas con la idea del brillante francmasón, como las contenidas en un libro del enarca Philipe Delmas, que al referirse al papel del Estado, habla de “maestro de relojes”, Dios para unos, el Estado para otros. El justo y necesario contrapunto al mercado omnisciente, agua sobre el vino de la autorregulación.
La pandemia nos ha arrojado contra las cuerdas y el Estado ha tenido que ponerse los machos y acudir al rescate de la sociedad y de él mismo. Ya no se trata de distinguir lo importante de lo urgente, porque el corto plazo se ha enseñoreado del tiempo, pero aun así, el papel más arriesgado de la política sigue siendo despejar el horizonte, dibujar escenarios alternativos, hoy determinados por la incierta vacuna. Perpleja la sociedad, noqueada todavía por la sorpresa de un mal ante el que la tecnología no ha tenido una respuesta inmediata, los gobiernos, con sus cuadros de mando cual relojería digital, no pueden ser como el hombre mosca, aquel genial Lloyd colgado de las agujas de un reloj, famosa secuencia que combinaba hábilmente planos arriesgados y efectos ópticos.
El tiempo se ha vuelto un referente inevitable para los políticos, y si ya Mitterrand hablaba de “dar tiempo al tiempo”, citando a Cervantes, Macron no iba a ser menos y se autoproclama Maître des horloges, consciente de que la maquinaria está gripada, pero ofreciendo en su hoja de ruta el oxígeno comunitario, por algo él, junto con la señora Merkel, se afanaron, con éxito, en llenar las botellas. La cuestión que ahora se plantea a los gobiernos de la Unión Europea, y a algunos –como el español– con más urgencia, es qué hacer con la financiación extra. Aparentemente, ya vamos algo tarde y, por encima, las malas previsiones económicas se han vuelto peores, al ligarse a la mala evolución de los contagios. Faltan aún fases del procedimiento para que lleguen las ayudas, pero ha de tenerse todo planificado.
Es muy urgente darle una vuelta al sistema fiscal, pero no en el sentido que los populistas propugnan, aun sabiendo que el sector público se ve sometido a una presión muy fuerte. Si la carga fiscal se hace insostenible, se juntará el hambre con las ganas de comer. También es muy pertinente aprovechar la ocasión para reorientar de verdad la economía hacia un modelo más ecológico, ganando compatibilidad con valores sociales cada vez más compartidos. En cualquier caso, la política económica, vitaminada por la aportación de la UE, ha de pasar al contraataque, plasmando en las inversiones financiadas de este modo una visión de país y de futuro. ¿Lo hace España? ¿Es su calendario el adecuado? Me temo que las respuestas van del no se sabe al quizá.
En cualquier caso, no son tiempos de cosméticas, sino de lograr impactos positivos sobre la lamentable marcha del ciclo, con una reindustrialización bien pensada –excluyendo las relocalizaciones a cualquier coste y la respiración asistida a empresas inviables en no importa qué circunstancias–, oxigenando pymes, dando también confianza a las familias respecto a la recuperación, sin fantasías, de tal manera que las economías domésticas no se sigan atando al motivo precaución, limitando el consumo. Y una advertencia a políticos poco reflexivos: regar financieramente la economía sin criterio, socializar pérdidas y privatizar beneficios, es perder dinero, tiempo y oportunidades.
Un elemento no despreciable de las políticas de relanzamiento tiene que ver con la coordinación entre niveles de gobierno, de tal manera que se vaya en la misma dirección, para evitar goteras en el esfuerzo colectivo. El panorama institucional español no permite despejar dudas en este terreno, pero teniendo en cuenta que esa metodología acabará por beneficiar a todos los territorios, es de suponer que podrán aparcarse ciertos posicionamientos, aunque se mantenga la retórica, inflamada de urgencias nominales. En ello nos van las posibilidades reales de engancharnos a una curva expansiva que se alimentará de las políticas nacionales en concordancia con las de la Unión.
Como recordaba hace poco Pascale Joannin, Directora General de la Fundación Robert Schumann, “se trata de una nueva etapa en la construcción europea. Después de la moneda única y el mercado interior, los 27 han decidido que habrá un endeudamiento común, un pequeño paso federal…”. Si estamos dispuestos a ver el vaso medio lleno –se va a duplicar en dos años el presupuesto de la UE–, no solo estamos acudiendo en socorro de las economías más damnificadas, sino que se produce un cambio cualitativo en el tortuoso caminar de la Unión.
Luis Caramés es Miembro de la Real Academia Gallega de Ciencias. Asesor de la Presidencia del Consejo General de Economistas
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