El riesgo de pensar en un mundo políticamente correcto
La toma de la universidad y los medios por una atmósfera de pensamiento único no supone un problema accidental, sino la muerte de las humanidades
Opinar siempre es arriesgar una conjetura más o menos plausible. La antigüedad opuso conocimiento a opinión, no tanto como términos simplemente antagónicos, sino como fases de un mismo proceso que, partiendo de un estado precario, culminaría idealmente en una verdad perenne como el bronce. El que manifiesta una opinión no formula un conocimiento, se arriesga al error y se expone a la crítica y la oposición de una opinión contraria. Solo desbordando la opinión para desarrollar un conocimiento estricto podría superarse ese riesgo.
Una cuestión epistemológica de evidentes corolarios de carácter político y moral estriba en determinar la posibilidad de un conocimiento estricto en materia antropológica. Las ciencias llamadas sociales y humanas constituyen, para unos, ciencias estrictas, para otros solo son ciencias por analogía, para terceros son formas de saber de ningún modo semejantes a las ciencias físico-matemáticas o ciencias por antonomasia. Parecen evidentes los compromisos políticos de toda teoría de las ciencias en la medida en que allí se fija la distancia entre conocimiento estricto y opinión plausible.
Si las ciencias del hombre no poseen en propiedad su estatuto de ciencias, sus conclusiones son de suyo discutibles porque sus verdades no poseen la firme arquitectura de un teorema geométrico. En asuntos antropológicos no habría posiciones inatacables o indiscutibles y estos saberes poseerían una naturaleza necesariamente dialéctica. Desde ese punto de vista, el decreto que erige en verdades absolutas e inatacables unas u otras posiciones políticas o culturales, inhibiendo la dialéctica, toma por conclusiones científicas inexpugnables lo que podrían no ser más que posiciones socialmente hegemónicas, expresión de la opinión dominante. Se impondría así por medios políticos una presunta verdad definitiva que no lo es, se pretendería construida una verdad carente, sin embargo, de la estructura inatacable de un teorema. Por supuesto, las opiniones pueden resultar mejor o peor fundadas y, sin alcanzar la forma plena de la verdad, conocerán grados diversos de validez. De la opinión subjetiva y caprichosa a la opinión bien formada caben posiciones con muy distinto grado de validez, ninguno de los cuales ha de confundirse – sin embargo – con la verdad en sentido estricto. La imposición como verdades absolutas de cuestiones opinables destruye la dialéctica y aniquila el nervio vivo de una sociedad democrática, porque sea lo que sea la democracia nada es al margen de la dialéctica.
Decretar la verdad es elevar la voz para pronunciar: “Yo, el Estado, soy la verdad” o “Yo, el Mercado, soy la verdad” o “Yo, la Sociedad, soy la verdad”. Especialmente el poder ejecutivo del Estado siempre tiende a caer en esa tentación, tanto más en momentos de intensa polarización como el que actualmente conoce la sociedad española. En esa situación la actividad de opinar resulta no sólo epistemológicamente arriesgada, sino políticamente temeraria. En esa situación la vida democrática de la sociedad se encuentra en un estado agónico y terminal.
La asfixiante exigencia de respeto a la llamada “corrección política”, que mal esconde la idea de una “verdad política”, no responde a logro real alguno de las ciencias sociales y humanas, saberes de estructura dialéctica cuya ruina resulta inexorable una vez que el ejercicio de la argumentación y la contra argumentación se inhibe, en nombre de pretendidas verdades políticas, signos de “corrección”. La toma de la universidad y los medios de comunicación por la atmósfera de “corrección política” que nos invade no es un problema accidental, sino el más visible signo del ocaso sin mañana de los saberes antropológicos, el síntoma final de la muerte de las humanidades en nombre de unas ciencias sociales que se maquillan con los rasgos de una verdad que – a la luz de su estructura – resulta simplemente impostada.
No debiera, sin embargo, extraerse la conclusión de una equivalencia de las posiciones en asuntos antropológicos, al modo de los alegres profetas de la postverdad, epígonos del promotor de una gaya ciencia. Contra las apariencias, existe una honda connivencia entre los enemigos de la dialéctica: de un lado los que decretan la verdad – bajo capa de corrección política– de otro los que niegan su misma posibilidad. Autoritarios y populistas, podríamos llamarlos. Donde estos ejercen su dominio, lo más sensato es pasar en silencio y, sin embargo, una cierta exigencia moral nos obliga abrir el debate, en nombre de la verdad.
Fernando Muñoz es profesor de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid