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La Administración tiene que dejar ya de ser un tapón para la vivienda

La función básica de la buena Administración pública es establecer el marco adecuado para que las empresas desarrollen su función en la sociedad, modernicen la actividad y creen empleo y riqueza con el bien común como objetivo final. Cuando los responsables públicos realizan eficazmente su trabajo, en el que se incluye una adecuada labor regulatoria y de control, la economía lo agradece con un saludable aumento de la riqueza y el bienestar de los ciudadanos. Por el contrario, cuando la Administración se enroca en una nefasta posición de estrangulamiento burocrático de la actividad, no solo incumple la misión que le han encomendado los ciudadanos, sino que corta alas a su derecho a progresar. Esta reprochable situación es la que sufre hoy gran parte de la actividad de los promotores inmobiliarios.

En un momento en que el sector inmobiliario ha vuelto a dar señales claras de recuperación, y cuando la evolución al alza de los precios demuestra innegablemente la necesidad de viviendas nuevas, la burocracia de la Administración se manifiesta como un tapón para la actividad. Cuando la acción económica se acelera, y las nuevas tecnologías transforman en mucho más ágiles todos los procesos, las promotoras inmobiliarias se encuentran en España con que los burócratas de las Administraciones locales les imponen retrasos en los permisos urbanísticos,que llegan casi a los dos años para poner en marcha una promoción: hasta 18 meses para obtener licencia de construcción y hasta otros seis meses para la primera ocupación de la vivienda.

La carencia de medios logísticos a la hora de aplicar los, siempre necesarios, controles urbanísticos y de calidad está entre las razones más señaladas para estos retrasos por una Administraciones locales que, a todas luces, no se han preparado para la recuperación del sector, con servicios en los que apenas se han digitalizado las tramitaciones. Como consecuencia, se introduce una inadmisible inoperancia en la actividad que acaba repercutiendo en las familias, que ven encarecida la vivienda por los sobrecostes de capital que implican los retrasos. Y no solo eso. Porque el impacto en las propias promotoras es igual de pernicioso y existen empresas que han debido paralizar proyectos y revisar a la baja sus planes, con el consiguiente perjuicio en su actividad y, en algunos casos, en su evolución en Bolsa.

Si un proyecto realizable en 20 meses llega a los 40 meses por los retrasos burocráticos es que algo está funcionando muy mal. La vivienda, como bien de primera necesidad, debe estar en la primera línea de las prioridades de la Administración. El hecho de que frente a los mayores retrasos aparezcan localidades en las que los plazos son de menos de tres meses es la prueba de que se puede, y debe, acabar con ese tapón.

Editorial en 'Cinco Días' (21 de enero de 2019)

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