No enterréis la universidad
Mejorar la educación no atañe solo a los gobernantes y al sistema
Y de repente los focos se posaron, todos a la vez, sobre nuestra Universidad. Como si hasta el presente todo fuere ajeno al ojo escrutador de la sociedad. A los viejos demiurgos de lo mediático. Mejorable, sí, perfectible, también, como toda obra y acción humana. Soplan vientos de cambios, de romper ciertas inercias, endogamias tan cerriles como funestas pero consentidas y practicadas, mas como todo viento, es efímero. Veremos la realidad, y esta nos enseñará si hay zozobra o solo demagogia, y de la mala, hasta que las cortinas de humo se asienten en otros focos.
Hablar de Universidad, es también hacerlo de educación. No de adoctrinamiento. De libertad, de generación y transmisión de conocimiento, de un ida y vuelta en el que la Universidad crea, sirve, produce, avanza, transfiere conocimiento, talento, desarrollo, actitudes. Hubo un tiempo en este país, tiempo no muy lejano, donde la educación se cimentaba en el conocimiento, el aprendizaje, el esfuerzo, el rigor, la seriedad, la ilusión y el sacrificio de miles de maestros y profesores mal pagados y a veces a los que no se les reconocía aquella labor.
Hubo un tiempo donde acceder a la cultura y a la educación no era fácil. Un tiempo donde valores y principios, civismo y educación iban de la mano. Donde la formación era integral, generalista y profunda a la vez. Un tiempo en blanco y negro, de pupitres carcomidos por los años, con tintero y plumillas y apenas libros, pero donde el profesor, el maestro, era algo más que un mero maestro. Tiempos sin tecnologías más que las dáctiles, pizarras y algoritmos. Tiempos donde los smartphones no eran ni aporía ni utopía, sino inexistencia.
Inaudito en el país de la vanidad y la soberbia que se vanagloria por doquier de tener la generación más preparada de jóvenes, como un evanescente cliché al que nos asimos con descaro y frugalidad. Pero, ¿qué ha fallado, qué está fallando y qué seguirá fallando? Nos hemos rendido a la superficialidad y a lo accesorio, no a la esencia, ni esencial, sino a lo circunstancial y meramente temporal. De titulitis sabemos todos demasiado. De fustigarnos, también. Se aprende sin razonar, se enseña a veces solo para un examen y una memoria elefantiásica para unas horas o días, pero no se asimila, no se critica, no se interioriza, no se desarrolla el conocimiento, la crítica, la reflexión, el contraste, el análisis, simplemente no se enseña a hacerlo. Prima lo próximo, lo inmediato, lo contingente.
Réquiem por la educación, por el conocimiento, la clave de bóveda de la cultura, del aprendizaje. No podemos ser un país sin maestros. Cavar el pozo, el pozo del desconocimiento, de la ignorancia más arrogante. El profesor debe acompañar al alumno, enseñarle a pensar, a reflexionar, sentarse a su lado. De uno en uno. No es esta una tarea que ataña únicamente a los gobernantes y al sistema educativo en general, con independencia de si el ámbito sea público, privado o concertado. Es la propia sociedad la más afectada y, sobre todo, el alumnado. Transferidas las competencias a las comunidades, estas son responsables de algo más profundo que un enunciado. O que duplicar estudios y grados, postgrados sin demanda ni demasiada utilidad. Preparar a las generaciones actuales y futuras es un reto.
Este país desvencijado y a lomos permanentes de una cansina mula vieja machadiana necesita preparar a las próximas generaciones desde el esfuerzo, el rigor, la profundidad del conocimiento, el respeto a las ideas del otro, la transversalidad. Seriedad en los contenidos, eficacia en la exigencia. No importa el ámbito, escolar, bachillerato, formación profesional, universidad. ¿Y la calidad real de su formación? Y muchos están fuera, emprendiendo caminos y profesiones a las que no se tiene acceso o salida en nuestra comunidad. Tenemos que cuidar ese presente porque compromete el futuro de todos. Muchos empiezan a irse fuera, la sangría es lenta pero continua.
Somos país dado al péndulo y la improvisación, no hace mucho el lema era clases reducidas de alumnos y reducción de horas lectivas semanales que provocó que las plantillas de docentes creciesen exponencialmente en colegios e institutos. Que interinos pasasen a ocupar su plaza fija a través del empleo público. ¿Realmente eran asumibles aquellas reducciones y estos incrementos de personal?
Pero la realidad es la que es y como es, lejos del capricho y la galbana intelectual. La política educativa no es un mero gasto más que se atempere al socaire de la coyuntura económica. Pagaremos las consecuencias a medio plazo, peor aún de las que ya existen. Somos un desastre en el informe PISA, somos el país de la Unión con mayor tasa de abandono escolar. Se llama fracaso.
Abel Veiga Copo es Profesor de Derecho de la Universidad Comillas