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Por qué el trabajo cada día importa menos

Tecnología, globalización y ‘gig economy’ arrinconan el empleo clásico en favor del capital

Almacén de Amazon.
Almacén de Amazon.REUTERS
Nuño Rodrigo Palacios

La racanería con la que la recuperación de las cifras económicas llega a los hogares es la historia económica de la poscrisis, y sus implicaciones políticas y sociales seguirán dominando el mapa durante unos años, sospecho. Las grandes cifras económicas marchan a buen ritmo, pero la marea no sube igual para todos.

Con datos del INE, el 40% de los españoles que menos ganan cobran menos ahora que en 2012, año en que la crisis tocó fondo, y solo el 30% con más ingresos los mejora de forma significativa. El 10% más acomodado mejora su salario un 6% en cuatro años, hasta los 4.784 euros de media. El 10% más pobre no llega a los 500 euros. Tomando como referencia 2009, la caída de salario medio es del 15% para el 10% más pobre. El 10% más rico ha mejorado sus sueldos en casi el 10%.

España es un caso particular, con una burbuja y su consiguiente crisis, ambas de proporciones bíblicas. Pero el empobrecimiento de las clases medias y bajas y la carencia de expectativas de la clase media es un fenómeno global, caldo de cultivo de movimientos reaccionarios como el brexit o el trumpismo. La caída de la cuota del empleo en el PIB y el relativo estancamiento de los sueldos respecto a la productividad son dos reflejos de esta situación: el trabajador clásico se siente prescindible y menos importante porque cada vez es menos importante e imprescindible, en términos estrictamente económicos. Y de la mano de estos fenómenos viene, obviamente, el alza de la desigualdad.

Es a partir de los años setenta cuando los salarios se empiezan a desligar de la productividad, según las cifras de EE UU. Los trabajadores producen cada día más pero la paga no sube al mismo ritmo. El gráfico es de Deutsche Bank, recogido por FT Alphaville.

En este contexto, es lógico que además el empleo tenga menos peso en el PIB. Hasta hace unos años, la renta se repartía de forma más o menos constante y similar entre países: dos tercios del PIB venían de los salarios (retribución del factor trabajo) y el tercio restante, de los beneficios empresariales (retribución del factor capital: excedente de explotación, como se denomina en España).

Hoy en España la relación es 53% a 47%. No ha cambiado mucho con la crisis, salvo un descenso puntual durante lo más duro de la crisis, cuando los beneficios superaron a los salarios porque las empresas necesitaban autofinanciarse ante el cierre de los mercados. A largo plazo, la cosa sí cambia, con una caída de casi 15 puntos. En Italia son 13; en EEUU, 11, y en Alemania, unos 7. En todas las economías avanzadas el capital gana terreno al trabajo, según la OCDE.

Las conclusiones de esta dinámica son preocupantes: el mundo parece abocado a un escenario en el que un puñado de capitalistas captura una parte creciente del pastel, mientras una gran parte de la población queda atrás. ¿De quién es la culpa?

Una publicación del año pasado de la Universidad de Harvard culpaba al creciente poder monopolístico de las grandes corporaciones. No es que las empresas usen menos el factor trabajo, es que en un mercado de ganadores, aquellas empresas más intensivas en capital son más eficientes y expulsan al resto. “Nuestra hipótesis es que la tecnología y las condiciones del mercado (o la interacción entre ambos) han evolucionado para concentrar las ventas en empresas con productos superiores o mayor productividad, permitiendo una mayor cuota de mercado. Estas superestrellas son más rentables, son menos intensivas en trabajo en relación a las ventas o el valor añadido. Consecuentemente, el factor trabajo pierde peso en el PIB”, decía el artículo. Piensen en Amazon, o en otras empresas de la gig economy, pero también en Ikea o Zara.

Hay explicaciones alternativas. La globalización. La automatización. O una combinación de ambas. Porque una causa-efecto unívoca no parece lo más probable. Por ejemplo, la caída del peso del empleo en Europa o EE UU se reproduce también en China y otros emergentes. Y sucede en todos los sectores económicos, no solo en los expuestos a la competencia china. En paralelo, si fuese algo tan sencillo como la robotización, las pérdidas de empleo se producirían en cada empresa, no solo en algunas, tal y como indican los datos.

Tanto Paul Krugman como el departamento económico del FMI ofrecen explicaciones bastante más técnicas, pero que inciden también en la combinación de tecnología y globalización, pues esta permite a empresas occidentales subcontratar empleo barato, pero también a los capitalistas locales a hacer inversiones que antes de la apertura de fronteras no eran rentables. Así, se producen los dos fenómenos a un tiempo:la industria de los países desarrollados deslocaliza producción a países de sueldos más bajos.

Pese a que lo que se deslocaliza es el factor trabajo, la productividad y el rendimiento del capital crecen. Y en las zonas ya desarrolladas se pierden empleos de la industria tradicional, de bajo valor añadido, y se ganan algunos empleos en servicios e industria de alto valor añadido. Pero, sobre todo, un puñado de empresas extremadamente eficientes se aprovecha de este entorno para ganar mercado, castigando a otras más tradicionales e intensivas en empleo.

El resultado no es muy alentador para el obrero del primer mundo, expuesto ante una tormenta perfecta de robotización, deslocalización y dominio del mercado. Un nuevo equilibrio que explica también la discrepancia en la evolución de las rentas y el alza de la desigualdad que sugieren los datos salariales del INE.

No son noticias muy esperanzadoras; de hecho, las causas del declive del empleo parecen mucho más estructurales que cualquier recuperación del mismo. Las democracias occidentales tradicionales ya han podido comprobar su fragilidad ante algo que muchos ciudadanos, aquellos que trabajan en actividades o empresas en declive, perciben como la ruptura del contrato social. Personas que han trabajado toda su vida como les dijeron de pequeños, pero se encuentran prescindibles y sin expectativas a partir de unas fuerzas de mercado que se les escapan. No hay solución fácil pero, dentro de lo malo, el diagnóstico es el primer paso. Y la alternativa, dejarlo todo como está, posiblemente solo agrave la brecha.

Este artículo se publicó inicialmente en el blog Lealtad,1, de CincoDías.

Sobre la firma

Nuño Rodrigo Palacios
(Barcelona, 1975) es subdirector de Cinco Días. Licenciado en Economía por la UAM, inició su carrera en CincoDías en 1998, especializándose en información financiera. Ha sido responsable de Mercados, de la edición Fin de semana y de la sección Cinco Sentidos. Redactor jefe a partir de 2007, de 2011 a 2021 se ocupó de la edición digital.

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