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Carta del director
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El mandato ahora es dejar morir el ‘procés’

Las elecciones convocadas desde el 155 no podían servir para liquidar el independentismo. Sí para que vuelva a la ley

Un miembro de una mesa muestra una tarjeta con una paloma de la paz dentro de un sobre en lugar de una papeleta.
Un miembro de una mesa muestra una tarjeta con una paloma de la paz dentro de un sobre en lugar de una papeleta.Reuters
Ricardo de Querol

No, las elecciones no iban a resolver el problema catalán, que no es tanto un problema entre Cataluña y el resto de España (eso que llaman Madrid), sino un problema entre los catalanes. Soraya Sáenz de Santamaría no tuvo su mejor día cuando alardeó de que Rajoy había dejado al independentismo descabezado y en liquidación. No era eso lo que pretendía la llamada a las urnas de este 21D, sino desactivar la declaración unilateral de independencia (DUI) sin tener que intervenir la autonomía por un largo tiempo. No se iba a desmantelar al secesionismo, que además iba a explotar su papel de víctima; solo había que impedirle pisotear la legalidad, romper el Estado y amenazar a toda Europa con el contagio de la fiebre populista-separatista.

Los tres grandes partidos constitucionalistas que acordaron aplicar el 155 no lo hicieron para ganar el 21D. Lo hicieron porque, en sus últimas horas como president, Puigdemont no tuvo el valor de rectificar públicamente y dar un paso atrás al borde del precipicio. Estuvo a punto, habría sido lo mejor, pero no lo hizo. Él nos abocó al 155 mientras hacía la maleta para huir a Bruselas.

No, estas elecciones no podían resolver el problema catalán. Pero el procés, tal y como lo conocemos, está muerto. Porque era una hoja de ruta precisa que ha descarrilado estrepitosamente. El camino pasaba por etapas agotadas (exigencia del derecho a decidir, insumisión a la justicia española, referéndum como sea, declaración unilateral de independencia) y otras imposibles (república de facto y reconocimiento internacional).

Así que va siendo hora de que el nacionalismo deje de dar la matraca con el “mandato” del 1-O. Aquel fue un simulacro de referéndum, una chapuza sin garantía ninguna, celebrado en medio del caos de las cargas policiales, del que no podemos creernos la cifra de 2,3 millones de votantes sin nada que lo acredite. Una votación que solo convocaba a los del sí. Nada que pudiera validar ningún proyecto, menos aún la fundación de una república.

Sin embargo, de la jornada de ayer obtenemos una foto mucho más precisa de la voluntad popular. Porque se celebra con todas las garantías (qué cínicas las sugerencias de que habría pucherazo por parte de quienes dirigieron el simulacro de hace dos meses). Y porque ha registrado una participación récord, que duplica la cifra indemostrable del 1-O.

La foto nos devuelve a como estábamos al arrancar la legislatura anterior. Una Cataluña partida en dos mitades por la cuestión de la identidad nacional. Absolutamente polarizada. El independentismo sigue por debajo del 50% de los votos, aunque logre la mayoría de escaños. El constitucionalismo (o unionismo, lo llaman otros) logra una victoria de alto simbolismo al convertirse Ciudadanos en la fuerza más votada, pero la fuerza conjunta del bloque se queda como estaba, contando solo a los que han apoyado expresamente el artículo 155. Y el territorio intermedio, el de  quienes no querían DUI ni 155, no gana nada en la indefinición: la confluencia de Podemos está muy lejos de la victoria que logró en las elecciones generales de 2016.

Es el momento de las quinielas, pero no demos nada por supuesto. La idea extendida de que una mayoría de Junts per Catalunya, ERC y la CUP implicará automáticamente un Govern como el de la legislatura anterior es precipitada. Entre Puigdemont y Junqueras se disparó la desconfianza en aquellas horas antes de la DUI. El batacazo de ERC refuerza mucho al expresident para reclamar la continuidad, aunque no va a poder ejercer, porque si pisa España irá a prisión. Y la CUP, en principio, no va a apoyar un Govern meramente autonómico: exigirá, como siempre, la república a las bravas.

Quizás el nacionalismo ya no pueda contar con la imprevisible CUP, pero intente apoyarse en los comunes. Eso implicaría sin duda un cambio de rumbo. Más incertidumbres:el empeño en hacer diputados a los encarcelados puede dejar asientos vacíos en votaciones trascendentes.

Consiga o no ocupar la Generalitat, el secesionismo ha vuelto a perder el plebiscito, como reconoció con honestidad Antonio Baños, entonces portavoz de la CUP, la noche del 27 de septiembre de 2015 (duró poco su liderazgo después de decir eso).

Ojalá pudiera romperse esta dinámica frentista de los últimos años. Es una desgracia que a la hora de las alianzas resulte irrelevante ser de izquierdas o de derechas, porque el sentimiento nacional es lo único relevante. No tiene sentido que el centroderecha burgués de la antigua CiU vaya de la mano de los revolucionarios de tradición anarquista de la CUP. En otro escenario, también chocaría ver a PP y Ciudadanos buscando apoyos en el socio catalán de Podemos.

La historia nos ha enseñado que en lugares con tal grado de división entre sentimientos nacionales la mejor solución es formar mayorías transversales que pasen por encima de lo identitario buscando otras afinidades (y prioridades en su agenda). Para que ese entendimiento sea posible (no necesariamente en un gobierno de coalición) no se ha dado el tiempo suficiente para facilitar la evolución a la que tendrá que enfrentarse más pronto que tarde el nacionalismo. Tiene que volver ese catalanismo que negociaba duramente y al final conseguía mucho, pero nunca todo. Sin maximalismos sería más sencillo encontrar espacios de diálogo.

Los nacionalistas no van a renunciar a su aspiración a la independencia, pero deberían volver a encerrarla en el baúl de los objetivos a largo plazo. Va siendo hora de reconocer que la república no es viable, lo que apenas han empezado a insinuar algunas voces.

Pero, claro, si Puigdemont sale reforzado de la jornada de ayer, ¿puede él mismo propiciar ese giro hacia el realismo? ¿O va a seguir en su papel entre iluminado y mesiánico que le ha salido tan bien en las urnas?

Otra pregunta, a esta hora, es si el independentismo quiere gobernar la autonomía catalana existente. Si de verdad quieren explotar su mayoría en el Parlament, no parece prudente que los encausados ocupen sus escaños. Pero la política catalana lleva tiempo jugando a los fuegos artificiales y la gestión importa poco. Importa la foto, el impacto internacional, y este conflicto va a volver ya a las portadas.

Queda un resquicio a la esperanza: que el nacionalismo catalán se reconstruya, en torno a proyectos factibles y sin engañar más a su gente, y que lo haga con nuevos líderes que aún no se adivinan. Quizás entonces podrá recomponerse todo: los pactos políticos, la normalidad económica, la concordia. La alternativa, mantener en pie al zombi del procés, solo generaría más daños a todos.

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Sobre la firma

Ricardo de Querol
Es subdirector de EL PAÍS. Ha sido director de 'Cinco Días' y de 'Tribuna de Salamanca'. Licenciado en Ciencias de la Información, ejerce el periodismo desde 1988. Trabajó en 'Ya' y 'Diario 16'. En EL PAÍS ha sido redactor jefe de Sociedad, 'Babelia' y la mesa digital, además de columnista. Autor de ‘La gran fragmentación’ (Arpa).

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