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El Foco
Tribuna
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Primitivos en la era de las redes sociales

El uso de las nuevas formas de comunicación muestra comportamientos infantiloides La fe ciega en el sistema científico-tecnológico afecta a todos los ámbitos de la vida

PIXABAY

El convulso y continuado proceso de transformación tecnológica, ligado a las exigencias del capital y a las propias del control social, ha generado una suerte de determinismo tecnológico que encuentra sus raíces en la euforia tecnocientífica del siglo XIX. Si entonces la ciencia era considerada como una auténtica religión, o como una ideología, en el siglo XX, y obviamente en el actual, ha sido la técnica, y en concreto el sistema ciencia-tecnología, el que ha ido modelando la construcción ético-social y nuestra propia cosmovisión.

La dependencia cada vez más estrecha entre la ciencia y la tecnología ha provocado que esta adquiera visos de una causalidad bidireccional. Si en el siglo XIX se consideraba que la ciencia era la causa y la tecnología el efecto, en la actualidad ya no es así.

El avance científico requiere cada vez más de tecnología avanzada de apoyo, y la tecnología requiere cada vez más de un soporte científico complejo. Para algunos, esta dependencia circular podría desembocar en el colapso del sistema de ciencia-tecnología: la tecnología precisa cada vez de más ciencia para avanzar, y la ciencia cada vez más tecnología.

Esta fe ciega en la ciencia, como digo, genera un determinismo que afecta a prácticamente todos los ámbitos de la vida. Especialmente a los ámbitos político y ético. El sistema ciencia-tecnología, desde hace tiempo, se ha sacado del ámbito de la discusión democrática y del control social como un sistema experto, autopoiético –que se reproduce y mantiene por sí mismo–, con un lenguaje críptico y que se rige por sus propias reglas. Por su parte, el sistema ciencia-tecnología está determinando el devenir ético como consecuencia de la fe irreflexiva en aquel, en su actualidad y en su potencialidad.

En nuestros días muy poca gente estaría dispuesta a sacrificar parte del avance científico venidero, ni siquiera en virtud del principio de precaución. Por lo que el sistema ciencia-tecnología ha impuesto una máxima perversa y profundamente peligrosa: “todo lo que puede ser, debe ser”.

Este marco ético impuesto por el sistema ciencia-tecnología pone de manifiesto nuestra incapacidad para gestionar atinada y conscientemente el avance tecno-científico y sus recursos, algo que se traslada al tema central al que queremos referirnos aquí: el del comportamiento y la ética en las redes sociales.

Las redes sociales se han ido imponiendo en nuestras vidas y han modificado nuestra forma de comportarnos. Se trata de un recurso tecnológico con un gran potencial que ha evolucionado tan deprisa que no hemos sabido gestionarlo. La palabra que más se aproxima a esta realidad es la de primitivismo. Nos comportamos como auténticos primitivos en un medio que todavía es novedoso para nosotros, hiperconstruido, y del que difícilmente conocemos su alcance y sus hiperbólicas consecuencias, por lo que puede convertirse en un espacio de manipulación, fácilmente ideologizable, y en el que prevalecen los mensajes comprimidos, etiquetados, dirigidos directamente a las emociones y a los sentimientos.

Hablamos, obviamente, del fenómeno de la posverdad, que aunque no es nuevo en nuestro acervo intelectual, pues es un concepto netamente sofístico, las redes sociales lo han magnificado. De hecho, las redes sociales hacen que la verdad dependa de la cantidad de veces que se repita o comparta un mensaje, y que el daño moral dependa del tiempo en que el mensaje esté circulando.

Este comportamiento primitivo, o acusadamente infantiloide, en las redes sociales, a mi juicio tiene su máxima expresión en la utilización de emoticones y likes como formas prioritarias de reaccionar y de comunicar pensamientos y emociones. De hecho el filósofo Johan Huizinga hubiera visto en las redes sociales algo parecido a lo que vió en El otoño de la Edad Media: un hombre simplón, infantiloide, que se mueve indiscriminada e irreflexivamente desde una posición extrema a otra. Pero el primitivismo no acaba en la generalización de la posverdad y en el uso de un lenguaje icónico para representar emociones o sentimientos.

El primitivismo en las redes sociales también se muestra en fenómenos como, entre otros, el exhibicionismo, la desinhibición o la sensación de impunidad. Es curioso, en relación con el primero, que los usuarios sean tan generosos dando y compartiendo tanta información íntima y personalísima de forma indiscriminada en un país con la legislación en términos de protección de datos de carácter personal de las más exigentes de Europa.

En cuanto a la desinhibición, tampoco deja de ser curioso que las personas, algunas de ellas muy comedidas, recatadas y circunspectas en la vida convencional, tengan un comportamiento sistemáticamente provocador y casi insultante en las redes sociales. Y en cuanto a la impunidad, sorprende que tantos usuarios consideren que Internet, y en particular las redes sociales, son espacios en el que no son aplicables, o al menos con el mismo rigor, las normas jurídicas habituales, cuando toda la legislación es igualmente aplicable tanto a la vida real como a las redes sociales.

Para algunos, las redes sociales son un mundo paralelo al de las redes tradicionales, y en el que las reglas del juego son radicalmente distintas a las de las redes tradicionales. En este sentido, se considera que las acciones en un mundo no tienen consecuencias en el otro.

Para otros, las redes sociales son un espacio conectado con las redes tradicionales en el que se discurre con total normalidad y en el que el comportamiento en un caso y otro es similar y consecuente.

A mi juicio todavía hay un fuerte predominio de los primeros, lo cual pone de manifiesto la escasa madurez del comportamiento en este medio y las recurrentes situaciones de esquizofrenia.

Las redes sociales son en la actualidad más el reflejo de un insconsciente colectivo que de una inteligencia colectiva. Son un magma peligroso que puede tener efectos tremendos sobre la vida real: por ejemplo que un histriónico y primitivo personaje como Donald Trump sea presidente del país más poderoso del mundo.

Francisco Cortés García es profesor de la UNIR.

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