Los costes y los cambios del terror
La factura mundial del terrorismo en 2016 fue de 14 billones de dólares, el 12% del PIB del planeta
Asistimos semanalmente, si no a diario, a diferentes actos terroristas, concentrados en una docena de países. Así como hace años esta concentración del terror afectaba a seis naciones geográficamente acotadas en oriente, en la actualidad nos hemos acostumbrado a ver atentados en ciudades como París, Bruselas, Marsella, Londres, o Boston. Hemos desarrollado una nueva capacidad social de alertarnos ante cualquier suceso, tomándolo como atentado, hasta que se demuestre lo contrario, al revés de lo que sucedía cinco años atrás. Desde el 11 de marzo de 2004, fecha del macabro atentado de los trenes en Madrid, se han sucedido una veintena de actos terroristas en Europa, con más de 530 muertos y 2.400 heridos. En 2017, nos acercamos a una media de un atentado cada mes, y en las últimas semanas, nos sobresaltamos con atropellos terroristas casi a diario.
Las encuestas sociales que miden las máximas preocupaciones ciudadanas, presentan al terrorismo como uno de los asuntos más inquietantes para la sociedad occidental. El CIS de enero de 2017 mostraba un crecimiento de la preocupación de los españoles por el terrorismo internacional nunca visto hasta ahora, situándolo como el principal motivo de inquietud para más del 4% de la población. Es cierto que Europa y EE UU dan constantes muestras de ejemplar superación de los atentados, a través de la encomiable actitud ciudadana, conviviendo con un fenómeno nuevo, desconocido en nuestros territorios hasta hace un lustro, y que a excepción de España, no formaba parte de la cotidianeidad vital de las grandes ciudades de occidente. Pero también es cierto que puede existir una preocupante correlación entre el incremento de los fenómenos terroristas en suelo occidental y su desestabilización política.
En las consultas electorales, cada vez menos anticipadas por las encuestas políticas, resurgen viejos extremismos y languidecen partidos políticos centenarios, antaño señas de identidad de la gobernabilidad y estabilidad, tanto europea como estadounidense. La descendente fiabilidad de las encuestas, o que despertemos sobresaltados por resultados electorales imprevistos, como el brexit o la victoria de Trump, no son fruto de la casualidad. Estamos ante la nueva y ordenada vía de expresión de quienes buscan, en nuestro sistema democrático, nuevas soluciones a nuevos problemas, aun a riesgo de perder raíces políticas y hacer experimentos con la más arriesgada de las gaseosas, la de la estabilidad de las naciones occidentales, firmes desde la segunda guerra mundial.
Geert Wilders, al frente del Partido de la Libertad en Holanda, Marine Le Pen, encabezando el Frente Nacional en Francia, Nikos Michaloliakos, como cabeza de cartel de Amanecer Dorado en Grecia, y Gianluca Iannone, en la extrema derecha italiana, han dejado de ser rarezas minoritarias en Europa, y alcanzan una amplia representación parlamentaria, en base a ideas islamofóbicas, neofascistas y ultranacionalistas. El proteccionismo y el antieuropeísmo, alentados por el brexit y la presidencia de Trump en EE UU, han ganado seguidores en los últimos meses, y en algunos países de Europa surgen encuestas que estiman en un 50% el porcentaje de euroescépticos. Es obvio que Europa y EE UU reaccionan ante el terror, combinando la mesura ciudadana en las calles con el voto menos moderado en las urnas. Lo que no sabemos son las consecuencias que el nuevo panorama político nos acarreará. ¿Estamos ante una adecuada solución frontal o echando gasolina al incendio?
Podemos, pero no debemos, acostumbrarnos al terror; pero aún logrando convivir con él, no podemos pensar que es inocuo para nuestra sociedad. Según el Instituto para la Economía y la Paz, el coste mundial del terrorismo en 2016 se estimaba en más de 14 billones de dólares y equivalente a más del 12% del PIB mundial. Y aunque el catedrático Diego Azqueta, gurú de la medición del bienestar, que en este caso denominaría malestar, me cuestionara en mis tiempos estudiantiles la absurda necesidad de medir económicamente cualquier suceso, la cifra muestra, de manera fría e insensible, la punta del iceberg de un coste social mucho mayor, encabezado por más de 900 muertos al año por terrorismo en el mundo.
Ojalá el impacto del terror fuera solo económico, pero al menos sirva la cuantificación para confirmar la necesidad de estudiar el terrorismo desde todas las perspectivas posibles, porque no hay nada mejor para acabar con el enemigo que conocerlo en profundidad.
Fernando Tomé es decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nebrija.